El régimen de 2004

régimen 2004

Una joven interesada en leyes y en política, Ioana, a la que me encuentro de vez en cuando cerca de casa, me dio el otro día una definición bien precisa de lo que los españoles estamos viviendo: el régimen de 2004. Mi vecina, que no votó por edad la Constitución, la misma razón que yo, quería retratar con esa expresión el comienzo de la «larga marcha» para darnos a todos el cambiazo de nuestro sistema constitucional por el patio trasero.

Que se quiera dar por amortizada la España constitucional no inquieta tanto, y miren que ya inquieta, como el hecho de que pretendan cambiarla negando la mayor y llamándonos «fachas» si lo denunciamos y osamos reclamar nuestro derecho a decidir como ciudadanos libres e iguales la España del futuro: es decir, democráticamente, con arreglo a la Constitución, en las mismas condiciones que quienes se arrogan en exclusiva, porque dicen que cayeron de niños en el caldero de la «poción mágica» nacionalista, los superpoderes para ser las únicas comadronas -o «comadrones», que decía Azaña- en el parto de la España federalasimétricarepublicanoplurinacional o la que sea.

Aquí algunos se piensan que lo de soberano es sólo una marca de brandy, y no la condición que otorga al conjunto del pueblo español la propiedad de su destino. Que esa propiedad se intente malversar con miras a convertir a unos socios coyunturales en aliados estructurales no es más que un nuevo paso del régimen de 2004, como dice mi joven vecina, inaugurado por José Luis Rodríguez Zapatero.

El entonces presidente del Gobierno, con esa temeridad demiúrgica con la que condujo a España al naufragio, dedicó su primera legislatura a dividir y enfrentar a los españoles y la siguiente a arruinarlos. Sánchez lo ha superado con creces: ha alcanzado uno y otro objetivo en un solo mandato.

ZP fue el que dijo aquello de «dentro de diez años España estará más fuerte, Cataluña estará mejor integrada en España y usted y yo lo viviremos». Las mismas canciones que gusta de tararear Pedro Sánchez, creyendo que a los demás se nos ha olvidado a dónde nos condujeron los hit parade de su antecesor, como aquel otro de que España «está en la Champions League de las economías mundiales», cuando somos el único país de la OCDE que aún no ha recuperado el nivel de riqueza anterior a la pandemia.

Es incuestionable la dedicación de Sánchez a mantener las constantes vitales del régimen de 2004, con la reproducción del pacto del Tinell en cada trámite parlamentario. Lo demuestra su rechazo sistemático a todos los acuerdos ofrecidos por el PP para evitar que sean todos los españoles los que tengan que pagar las hipotecas del presidente del Gobierno con proetarras, secesionistas y golpistas.

En esa recurrente deslegitimación de la derecha como contrapeso y alternativa a su proyecto de poder se asemeja también Sánchez a Rodríguez Zapatero. Hay pruebas incontrovertibles de que en ambos bulle también la fatal atracción por la «amenaza zombie» de las dos Españas. Sobre todo porque parecen haber olvidado el decisivo papel de la izquierda en el abrazo de la concordia y la recuperación de la libertad después de la muerte de Franco. De ahí su empeño en tratar de amortajar nuestra democracia entre las nieblas de un duelo espectral, en una sempiterna noche lúgubre, de una España contra otra.

Menos mal que el maestro Fernando Savater nos facilitó hace bien poco el antídoto contra la pretensión de atar a los españoles del siglo XXI a las cadenas de nuestros viejos fantasmas decimonónicos. Lo hizo con esta frase certera en un artículo dedicado a la memoria de Enrique Ruano y de Gregorio Ordóñez: «No es una de las dos Españas la que hiela nuestro corazón, sino la atroz semejanza entre quienes creen que hay dos».

Sin duda, la idea de las dos Españas es la que mejor abona el campo de quienes creen que no debe haber ninguna, porque no son unos españoles contra otros, sino que es España contra sí misma, como ya dijo Unamuno con esa clarividencia que da la mirada extendida sobre la infinitud de los terrones que esperan la siembra para el pan.

En los tiempos que vienen es necesario superar la ruptura que representa el régimen de 2004 para volver a poner en el centro de la España institucional, como se logró en la Transición, a la España real a la que alude siempre la presidenta Ayuso: la que convive y sueña, la que espera en un futuro con soluciones y no desespera en un pasado que ya no las tiene. Pero para conseguirlo no bastan las consignas poéticas. Hay que tirar también necesariamente de aritmética electoral, por más que esta contabilidad parezca a veces demasiado fría. El próximo mes de mayo tendremos ante las urnas una ocasión histórica para hacerlo.

 

 

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