Una rebelión social

Una rebelión social
  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

Asusta -lo sabemos- el término pero es lo que se está cociendo. La última acometida de Sánchez Castejón contra nuestra libertad, más calor, más frío, no es, como se nos ha intentado vender, una filantrópica medida para ahorrar gas, electricidad y hasta agua; no, esa es la coartada. Una martingala ilegal clónica de la que aplicó durante la pandemia del maldito virus. Fue aquella y es esta un ardid para controlar nuestras vidas; llegaremos, ya lo verán, a la formación de un cuerpo socialista, claro, de inspectores de calefacciones, de comisarios políticos que pedirán a nuestros conserjes o a los vecinos más afectos que denuncien a los insurrectos que, como ha anunciado la heroica Ayuso, los cómplices del PNV o numerosos ayuntamientos se nieguen a seguir las consignas del Politburó y del Soviet. A los que les parezca que el desafío de Ayuso es todo un acto de insumisión antidemocrática les recuerdo un dato: todas, escribo todas, las órdenes de confinamiento y cierre que el aún presidente decretó durante los meses oscuros de la Covid, han sido deslegitimadas por los tribunales, incluido entre ellos el Constitucional.

¿Qué ocurre? Pues que la inmensa tropa mediática del Gobierno consiguió disimular los reiterados pescozones que el felón se llevó con la Justicia. ¡Qué buenos son estos tipos ocultando o disfrazando la verdad! Fíjense si no en lo que ha quedado la condena a dos ex presidente del PSOE por haber contribuido a arruinar Andalucía con una sisa, un robo a decreto armado. ¿Quién habla ya de este lenocinio? Nadie y cuando alguien (por ejemplo el firmante) quiere recordar ese saqueo en cualquier medio de los que no se consideran en principio sanchistas, se le reprocha: “Ya está bien; no te pongas pesado, de eso ya hablamos la pasada semana”. Textual.

En esta la argucia es el llamado “ahorro energético” que el Gobierno ha emprendido con la misma furia con que Maduro asesina a sus disidentes. Dos consideraciones a este respecto: primera, el Gobierno, y básicamente su preboste Sánchez, practica el conocido dicho de “consejos vendo que para mí no tengo”. Segunda, pregunten a sus vecinos si está vez se van a someter, con las simples caceroladas que a Sánchez le suenan al Wagner más nazi, a los dictados del individuo que todavía “okupa” la Moncloa. El PP, lejos de desautorizar la iniciativa de la Comunidad de Madrid, ha dejado que todas las regiones que ahora administran hagan lo que mejor les parezca. Tan cierto es esto que a mitad de este mes, cuando ya vaya doblando el verano, hay previstas reuniones intensivas en varios territorios para debatir cómo actuar, qué respuesta dar en el otoño que entonces se nos vendrá encima. Sánchez, con su desvergüenza genética o adquirida (creo más bien que se trata de lo primero) ha calificado a Ayuso y a los demás que se oponen a sus designios de autócrata caribeño, de egoístas y hasta de malos patriotas. Lo dice él, que para recorrer una veintena de kilómetros aborda (o sea, aborda) un helicóptero que consume de carburante más de seiscientos litros a la hora.

Mientras él vuela a Lanzarote en un avión que nosotros le pagamos para solazarse en una casa con sus amiguetes que es nuestra, la gente a la que ahora pide sacrificios al estilo de la sangre, sudor y lágrimas de Churchill, se ahoga de calor en el Metro o en los autobuses a los que va a arruinar con el simulacro del bono-tren. Las clases medias reducen sus vacaciones -quien las tiene- a proporciones que no se conocían desde el franquismo, y se gasta los últimos euros que guardó durante la cárcel pandémica en buscarse un metro cuadrado en la playa donde, por cierto, ya está prohibido hasta echarse un cigarrete.

Por cosas como la urdida por Sánchez a cuenta de los aires y las calefacciones se producen las revoluciones. Son agresiones casi domésticas que la gente entiende bastante mejor que los brutales 680 millones de euros que el PSOE y sus conmilitones robaron durante al menos diez años de sus vidas a los entonces dormidos andaluces. Ahora, Sánchez pretende ahogarnos de calor y hacernos tiritar de frío y, al que no cumpla con sus mandamientos, ¡hala! multa de 600.000 euros que le crujirán la cartera. ¿Por qué no instala ya gulag? Eso sí, el ministro de Cultura, Iceta, que tiene la misma jerarquía que la que podría exhibir el cronista para reconstruir el puente de Oakland, se dispone a regar con 400 euros a todos los jovencitos de 18 años que quieran ir al cinematógrafo. ¡Eso es ahorrar en tiempos de penuria! Eso es intentar la compra de votos al perverso estilo de Romero Robledo.

Este sujeto es un lince, letal, pero un lince: ha conseguido meter el miedo en el cuerpo a todo el país. Y es que no es verdad que los españoles seamos unos valientes. Por lo menos no los son los de derechas. De entrada, nos produce un temor irreverente responder a las continuas embestidas de la izquierda, las canalladas de los filoterroristas o de los independentistas que ahora negocian con Sánchez abolir el delito, “su” delito, de sedición. Con ellos nos tenemos que mostrar respetuosos, comprensivos, y si nos salimos de ahí, ¡ojo al dato!, somos unos fascistas. Me rebelo en primera persona. ¿Como Ayuso? Pues sí, como Ayuso. Cada día me gusta más España y menos los españoles cuando actuamos como unos petimetres sometidos a la tiranía del decreto-ley. El individuo lo tiene todo pensado: ¿saben ustedes que el apagón puede coincidir, va a coincidir, con el inicio de la campaña para las elecciones generales? Denunciar esta trapisonda, oponerse a ella, no es desobediencia cívica: es una rebelión social. La que falta.

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