La realidad de los datos frente a la histeria

La realidad de los datos frente a la histeria
La realidad de los datos frente a la histeria

La gestión global de la pandemia está dejando mucho que desear en todo el mundo, con contadas excepciones. Todos los gobiernos debían haber adoptado medidas ágiles, como el cierre de fronteras con China en enero de 2020, para impedir una propagación tan virulenta y rápida de la enfermedad y evitar que la sanidad colapsase, pero no se hizo. A cambio, se recurrió a una medida medieval, el encierro -llamado erróneamente confinamiento, que es, realmente, otra cosa-, con la confianza de que el virus se marchase cuando nos permitiesen abrir la puerta de nuestras casas.

En España, todavía fue peor, pues el empeño para llegar a la manifestación del ocho de marzo provocó un descontrol aún mayor y una sanidad muy desbordada. Ese desbordamiento fue el que probablemente ha hecho que en nuestro país el número de fallecimientos se haya multiplicado por cinco o por seis en aquel 2020. Es verdad que una sola muerte es una pena tremenda, pues cada vida es irreemplazable, pero se habría podido evitar un desastre mayor, como el que hemos vivido. Debido a esta circunstancia, la población está lógicamente, atemorizada.

Ahora, de nuevo muchos políticos, acompañados de una buena parte de medios de comunicación, están intensificando ese alarmismo con la variante del virus llamada Ómicron, llegada de Sudáfrica. Pese a que muchos expertos afirman que es mucho más contagiosa, pero muchísimo menos letal; y pese a que está demostrado que la vacunación frena muchísimo la gravedad de la enfermedad, hasta ir convirtiéndola en una enfermedad más, que parece que va a quedarse y que habrá que afrontar con completa normalidad, con vacunación para quien la necesite, con los nuevos fármacos para combatirla que están próximos a llegar, y que llegarán, insisten en generar un alarmismo injustificado. Es cierto que cualquier muerte es horrible, por supuesto: quién no se lamenta de un fallecimiento, que es, además, una pérdida horrorosa, además de para el fallecido, para todos sus familiares y allegados. Son un horror los 80.796 fallecidos en 2020 por Coronavirus o sospecha del mismo (60.358 son seguros, al estar certificados) que recoge el INE en su estadística de defunciones por causa de muerte, como lo son los 119.853 fallecidos por enfermedades del sistema circulatorio, o las 112.741 personas que perdieron la vida por un tumor. Es horrible la muerte de las 493.776 personas que fallecieron en 2020 por todas las causas, desde luego.

Ahora bien, una cosa es ésa y otra muy distinta que no se ponga todo en contexto. Hay enfermedades, como las antes mencionadas, que, en muchos casos han quedado en un segundo plano, cuando su grado de letalidad es todavía mayor, y seguirá siéndolo mientras, gracias a Dios, la letalidad del coronavirus va bajando gracias a la ciencia y a los avances sanitarios, especialmente las vacunas y los próximos fármacos. Sólo con las vacunas, la gravedad del virus es mucho menor, camino de convertirse en una enfermedad habitual, como otra cualquiera, con la que poder hacer vida normal. Falta un último trecho, pero estamos más cerca de lograr acabar con la terrible tragedia que hemos vivido. No quiere eso decir que no vayan a morir más personas de coronavirus una vez que se domine la situación, porque si el virus permanece, muertes, desgraciadamente, habrá, pero será ya a otro nivel, insistiendo en que cada vida que se pierde es una tristeza y un tesoro irrecuperable, como lo son los fallecidos por cualquier enfermedad, pero global y agregadamente ya no tendrá la letalidad que ha tenido.

Los políticos deberían hablar claro y contarle a la población toda la verdad, para que pudiesen ser extremadamente prudentes en sus comportamientos, con el objetivo de ni contagiar ni verse contagiados -como con cualquier enfermedad contagiosa-, pero para que con toda esa prudencia mencionada pudiesen ir recobrando su vida normal. Deberían repetir, una y otra vez, lo que se desprende de los datos del ministerio de Sanidad:

Contagios por 100.000 habitantes

  • De 12 a 29 años: con vacuna completa: 38,6 // sin vacunar: 107,5
  • De 30 a 59 años: con vacuna completa: 70,37 // sin vacunar: 119,39
  • De 60 a 79 años: con vacuna completa: 58,54 // sin vacunar: 350,38
  • De 80 y más años: con vacuna completa: 37,61 // sin vacunar: 175,39

Hospitalizados por 100.000 habitantes

  • De 12 a 29 años: con vacuna completa: 0,14 // sin vacunar: 1,63
  • De 30 a 59 años: con vacuna completa: 0,83 // sin vacunar: 6,11
  • De 60 a 79 años: con vacuna completa: 4,43 // sin vacunar: 63,8
  • De 80 y más años: con vacuna completa: 9,21 // sin vacunar: 63,12

Casos en UCI por 100.000 habitantes

  • De 12 a 29 años: con vacuna completa: 0,01 // sin vacunar: 0,11
  • De 30 a 59 años: con vacuna completa: 0,08 // sin vacunar: 0,98
  • De 60 a 79 años: con vacuna completa: 0,58 // sin vacunar: 13,86
  • De 80 y más años: con vacuna completa: 0,2 // sin vacunar: 3,75

Fallecidos por 100.000 habitantes

  • De 12 a 29 años: con vacuna completa: 0 // sin vacunar: 0
  • De 30 a 59 años: con vacuna completa: 0,02 // sin vacunar: 0,14
  • De 60 a 79 años: con vacuna completa: 0,28 // sin vacunar: 4,71
  • De 80 y más años: con vacuna completa: 2,04 // sin vacunar: 20,4

Fuente: Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Ministerio de Sanidad.

Es decir, claramente se constata que quienes están vacunados se contagian mucho menos. En el total de grupos, entre los vacunados con pauta completa hay 58,94 contagios por cada 100.000 habitantes, frente a los 126,10 de los no vacunados. Es decir, los contagios de los no vacunados son un 113,95% superiores a los de los vacunados.

De la misma manera, al analizar el cuadro anterior por grupos de edad, podemos ver, grupo por grupo, cómo tanto los contagios, como los ingresos hospitalarios, como los ingresos en UCI, como los fallecimientos, son mucho menores entre los vacunados que entre los no vacunados. Las cifras son rotundas y muestran que ni mascarilla ni gel hidroalcohólico son la clave, sino que lo que marca la diferencia es la vacunación, que es la herramienta con la que contamos para seguir adelante.

Por supuesto, es respetable, dentro de la libertad individual de cada uno, el hecho de que algunas personas no se quieran vacunar. Hay mucho debate al respecto entre la posibilidad de obligar o no a ello. Creo que es algo que no se podrá obligar, pero tampoco podemos estar a expensas de empeoramientos por parte de quienes no quieren vacunarse. Las personas que deciden no vacunarse, frente a los que sí hemos decidido vacunarnos, están en su derecho, pero la libertad verdadera conlleva asumir las consecuencias de las decisiones de cada uno, de manera que si por no vacunarse tienen, desgraciadamente, un mayor riesgo de contagiarse, enfermar gravemente e incluso, Dios no lo quiera, fallecer, es un riesgo que asumen cuando deciden no vacunarse en una proporción exponencialmente mayor que un vacunado. Quizás, con estas cifras, quieran recapacitar y vacunarse; o quizás no lo hagan, pero, entonces, saben que asumen un riesgo mucho mayor, que no puede parar a una sociedad, porque el remedio -al menos, un remedio que elimina mayoritariamente la gravedad de la enfermedad-, está ahí, y si no optan por él es porque no quieren.

Por ello, políticos y medios de comunicación deberían resaltar la diferencia entre la vacunación y la no vacunación, y recordar que con una población muy mayoritariamente vacunada -alrededor del 90% de la población de más de 12 años y pronto también los que se hallan entre 5 y 12 años- el riesgo ha disminuido muchísimo, camino de convertirse para quienes aceptan el tratamiento o remedio de la vacuna en una enfermedad más, con la que tendremos que llegar a convivir con absoluta normalidad.

Por ello, antes de hacer manifestaciones asegurando que se cerrarán todas las actividades necesarias, los políticos deberían pensarlo dos veces y contar claramente esta realidad. Lo mismo deberían hacer muchos medios de comunicación a la hora de tratar las noticias, para evitar generar alarmismo. Un titular que retuerza la realidad puede generar un daño tremendo. Si no lo hacen unos y otros, si no lo hacemos todos, el drama social que se desprenderá de la crisis económica será mucho peor que el del coronavirus, con cientos de miles de familias en la ruina, porque en un entorno de pobreza habrá menos recursos para todos los servicios, empezando por la sanidad, con lo que la atención será peor y, por tanto, el número de fallecimientos por todo tipo de enfermedades será mayor, por no hablar del preocupante incremento de suicidios que ha habido, un 7,4% más que en 2019, que puede incrementarse de seguir así, ojalá que no.

El mejor homenaje que podemos hacerles a todas las personas que han fallecido por coronavirus es no olvidarlas nunca, dedicarles nuestras oraciones y mantener en pie nuestra sociedad, que ellos, una inmensa mayoría de personas mayores, contribuyeron a levantar de la nada y que nos brindaron. Ese titánico esfuerzo que hicieron no puede perderse por falta de arrojo actual. Ellos vivieron una guerra, una postguerra, muchas enfermedades propias de una sociedad menos avanzada y muchas restricciones y penurias, pero con su coraje sacaron adelante a España y nos dejaron una sociedad moderna y avanzada. Nosotros hemos de continuar esa labor, con toda la prudencia y con toda la valentía, sin histeria y sin alarmismos, y con toda la determinación. No podemos suicidarnos en vida, morir en vida. Hay que vivir y salir adelante, sabiendo que esta enfermedad se está convirtiendo ya en una más, con la que habrá que convivir con normalidad, tratamiento y vacunación para quien sea necesario.

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