La primera cazadora española consagrada
Desprovista de sus motivaciones originales, carente de la función depredadora, la práctica venatoria ha derivado en la contemporaneidad hacia el puro deporte. Bajo el signo del ocio, mantiene su carga de competitividad y de reencuentro con la naturaleza, proporcionando una oportunidad de esparcimiento que enriquece la vida espiritual del cazador. La atmósfera que rodea este artículo es la del bosque del norte, con su olor a monte húmedo, mezcla de musgo, helecho y hojarasca, con robles, abetos, hayas, matorrales de brezo y acebo, aves grises, rojizas y castañas, su poderoso batir, un vuelo tan raudo que hechiza a su paso. La protagonista es una mujer que, si tiene un sitio en la historia de España es, sin posibilidad de réplica, en su papel de cazadora. Gabriela Maura de Herrera (1904-1972), III duquesa de Maura, fue la primera mujer española en demostrar abiertamente unas aptitudes, unos conocimientos y una pasión por la caza equiparable, en todos los sentidos, a los mejores cazadores europeos contemporáneos del sector de la caza menor.
Esta nieta de Antonio Maura fue consciente de la anomalía de su profunda vocación, y así lo dejó escrito: “No sé de ninguna mujer que, como cazadora, comparta mi pasión y tampoco he leído nada escrito por pluma femenina”. Confesó que, cuando de verdad valía -como dicen los toreros: a la hora de la verdad-, “es al encararme la escopeta”. La fogosidad de esta cazadora chocó frontalmente con la sofisticada vida de su madre, quinta condesa de la Mortera, que huyó delicadamente del sol bajo sombreros franceses y sombrillas de diseño italiano, entre espejos y terciopelos. La melodía del arpa que acompasó a aquella condesa cubana se truncó sin avisar en el fugaz estrépito de una escopeta.
No debió ser fácil ni para una, ni para otra. “Gabriela, hija, cazar es antifemenino”. Siguiendo su instinto, aquella Maura se dejó llevar por la fuerza arrebatadora con la que la naturaleza había embriagado su alma, marcando por completo toda su vida. De hecho, la percusión de la culata de la escopeta fue la causa del tumor que le causó la muerte.
Con estos datos, es innegable que esta mujer impulsiva, de fuerte carácter, dueña de una enorme capacidad de mando, de la que hacía gala continuamente, que se inició en la caza de mano de su abuelo, por las mismas fincas que el rey, ostentó una pasión desbordante por la caza. Una pasión que se atrevió a todo y arrasó por encima de todo. “Para mí esta caza es mi mejor joya y es tan cierto como que he repartido las joyas que acabo de heredar, de mi madre, entre mis tres nueras”. Gabriela Maura cumplió estrictamente todos los requisitos que su situación socioeconómica obligaba. Aunque su madre tenía otros planes para su devenir, acató todas sus obligaciones como mujer y como madre, sabiendo compaginarlas con aquello que de verdad hacía palpitar su corazón, y que sí le llevó a superar los moldes sociales. “Las noches antes de la cacería estoy tan emocionada que apenas consigo dormir”, escribiría en sus últimos años.
Fue la falta de fuerza física la que limitó su entrega, en absoluto se mermó su entusiasmo con la edad. Si bien de sus hijos sólo el pequeño, Borja, perpetuó esta vocación, por ella no quedó el que se mantuviera en sus nietos mayores.
El amor de Gabriela Maura por las aves que mataba era exorbitante, desmedido, colosal. Ni el más meticuloso ornitólogo podría conocer la exactitud de los detalles que ella dominaba. “Podré explicar cómo es una becada, pero no sabría expresar qué especie de hechizo tiene para atraer en esa forma a tantos y tantos cazadores que harían blanco con mucha más facilidad y comprensión en cualquier otra pieza de caza si para matarla emplearan tan sólo la mitad de su tiempo”.
Este animal se encuentra en el norte, fundamentalmente en zonas húmedas, y anida en el bosque. Gabriela reconoció en ella infinitas sutilezas, astucias imprevisibles, lo que la mantuvo en un perpetuo y emocionante desconcierto. El ruido inconfundible del batir de sus alas, en el marco de hayas y robles que avivaba su colorido, era música celestial para la hija de los duques de Maura. Ningún solo de violín o de piano, ninguna orquesta magistral tocando a tropel en el cénit de un concierto en la Ópera de París o de Viena podía equipararse para ella con aquel sonido. Se hizo plumeros y pinceles con las más de seiscientas becadas que mató en su vida, perpetuando de alguna manera sus mejores momentos.