Un pacto contra los empresarios

Un pacto contra los empresarios
Un pacto contra los empresarios

Como este Gobierno, además de incapacitado para la gestión económica, es un fértil productor de la más notoria cursilería, ahora resulta que la vicepresidenta Nadia Calviño -desesperada como está por el descontrol de la inflación, que pronosticó hace sólo un mes como transitoria y ahora ya ve pertinaz- quiere instaurar «la economía del diálogo social». ¡Qué ridiculez! En España lo tradicional no es el diálogo social sino la imposición de la alianza fraternal entre todos los Ejecutivos de izquierdas y los sindicatos contra los empresarios, en demasiadas ocasiones con el resultado de la rendición infame de la patronal.

El mantra del momento para combatir la inflación es el afamado pacto de rentas. Se invocan a estos efectos los pactos de la Moncloa, debidamente mitificados, pues la historia demuestra que apenas sirvieron para suavizar ligeramente el escandaloso nivel de los precios de la época, que sólo retrocedió cuando el ministro socialista Miguel Boyer ordenó al Banco de España que endureciera la política monetaria.

En otros países europeos, y de manera destacada en Alemania, el sistema de concertación está más engrasado y funciona. Pero hablamos de sociedades definitivamente más maduras en la que los ciudadanos aceptan que las crisis como la que estamos viviendo representan un empobrecimiento general que exige una rápida adaptación a las circunstancias y un cambio radical de comportamiento.

Asumen que la economía requiere un proceso de ajuste y que todo el mundo debe pagar parte de la factura, precisamente para que tras este ejercicio sacrificial la economía recupere su fibra y pujanza. Lo que vimos en cambio en España durante los 70 fue una lucha encarnizada de rentas. La mayoría de la gente piensa, equivocadamente, que las crisis no van con ellos y que los costes los deben sufragar los demás. Los sindicatos son unos especialistas en esta práctica tóxica y así exigen que los salarios no pierdan poder adquisitivo aún a costa de hundir la rentabilidad de las empresas y poner en peligro su supervivencia.

Tanto UGT como Comisiones Obreras son insensibles al aumento de los costes laborales y de producción, como consecuencia de la punitiva subida de las cuotas sociales y de los precios de las materias primas y de todos los elementos que se requieren para la fabricación de bienes o la generación de servicios. Jamás han concebido la empresa como una tarea cooperativa sino como un lugar de confrontación.

La semana pasada, después de la primera reunión sobre el pacto de rentas, que fue tan «fructífera», según Calviño, que acabó sin clase alguna de avance, las centrales no sólo conminaron al Gobierno a establecer el anunciado impuesto sobre los «beneficios extraordinarios» de las compañías energéticas, sino que tal y como pronostiqué hace unos días en esta misma columna, animaron al presidente Sánchez a extender el expolio a la banca, que con las próximas subidas de los tipos de interés «se va a forrar» con unos «beneficios caídos del cielo». A Pepe Álvarez y Unai Sordo las empresas les parecen entidades presididas por un afán genuino de esquilmar el mercado en perjuicio de los ciudadanos cuando sucede lo contrario, que sólo prosperen si satisfacen con éxito sus necesidades y demandas. En esta versión de aroma marxista cuentan con el apoyo incondicional de La Moncloa, que desea contradictoriamente que los salarios suban y los márgenes se reduzcan al mismo tiempo, condenando a las compañías a la quiebra generalizada.

En un régimen de mercado y de abierta competencia, las empresas se cuidarán mucho de elevar sus precios y aumentar sus márgenes porque están obligadas a vigilar estrechamente al adversario. Por eso una buena política económica sería aumentar la competencia en aquellos sectores todavía al abrigo de la misma. Pero en esta cuestión clave, que sería tan progresista, el Gobierno está a por uvas. Por lo demás, aquellas compañías que disfruten de una intensa demanda de sus productos o servicios intentarán subir los precios lo máximo posible, que es lo que está ocurriendo en estos momentos con el turismo. Si con los precios desatados las reservas están disparadas, qué empresario de bien va a renunciar a explotar al máximo la coyuntura. La izquierda y las centrales dirán que actúan como malvados. Yo creo que hacen bien, y que su comportamiento es un imperativo moral.

Otras empresas menos afortunadas, y adicionalmente asfixiadas a impuestos como todas, sencillamente cerrarán. Y ningún sindicato organizará un réquiem lamentando el fracaso. En contra de lo que piensa y desea el Gobierno, los beneficios de las empresas son incontrolables, y mucho menos los de las pymes, que son el grueso del tejido productivo. Y es perfecto que así sea. La pretensión de Sánchez sería algo casi equivalente al retorno a una economía planificada, contraria a la democracia liberal y al régimen capitalista en el que vivimos.

Como demuestra la evidencia empírica, ningún pacto estatal ni decreto gubernamental puede establecer el nivel de precios y salarios que permita un nivel adecuado de beneficios para una economía. El economista Lorenzo Bernardo de Quirós ha explicado con claridad que las variaciones en los precios y salarios cumplen dos funciones: transmitir información a quienes actúan en los diferentes procesos de mercado, así como proporcionarles incentivos para actuar de la forma más eficiente posible de cara al consumidor. Si se impide dicha lógica, el mercado no será capaz de asegurar un equilibrio entre la oferta y la demanda, de manera que se producirá escasez de ciertos productos y excedentes de otros, y lo mismo pasará con el factor trabajo.

Pero es que, además de la inconveniencia y futilidad de un acuerdo de rentas, incluso de su imposibilidad material, el planteamiento de la señora Calviño es de chiste. No se me ocurre otro calificativo cuando la propuesta incluye una nueva subida del salario mínimo que castigará a las empresas y hará menos empleables a los trabajadores sin cualificación y con menor capacidad de aportar valor añadido. Adicionalmente, el compromiso irrenunciable de Sánchez por revalorizar las pensiones con la inflación excluye a los jubilados -que son las personas que más poder adquisitivo han ganado en los últimos años y que irónicamente ya gozan en España de una renta media neta superior a la de los activos- del sacrificio correspondiente en el ajuste general para contener los precios, y lo mismo se podría decir de los funcionarios, en el caso de que el Gobierno quiera seguir primándolos salarialmente.

Ambas iniciativas son radicalmente contrarias a la justicia social que el presidente asegura tener como guía de sus obras, que tienen invariablemente consecuencias pésimas.

Se dice también que un pacto de rentas transmitiría confianza a los agentes económicos y a los inversores. Como lo veo imposible e inoportuno, refuto la mayor, pero es que, además, se trata de un intento a la desesperada que llega tarde, cuando la inflación sobrepasa el 10% y pinta al alza. En estas condiciones, ni los empresarios van a aceptar más dolor ni los sindicatos van a dar signo alguno de responsabilidad, que es un concepto ajeno a su mentalidad dialéctica y corrosiva. Todo aboca a un progresivo aumento de la confrontación social a la vuelta del verano, pero el Gobierno puede estar tranquilo a este respecto. Los sindicatos, debidamente engrasados con dinero público, renovada su fuerza negociadora y favorecidos por otro tipo de canonjías, no se movilizarán contra Sánchez, que es intocable, sino contra los empresarios, ese poder oculto que quiere derrocar a la coalición de izquierdas y poner fin al Ejecutivo más progresista de la historia.

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