A las once en casa
A finales del siglo pasado, se emitió en España una serie española que se titulaba ‘A las once en casa’, protagonizada por Antonio Resines, Ana Obregón y Carmen Maura. Allí se relataban las aventuras de una familia en cuyo seno había una chica adolescente a la que, propio de su edad, le gustaba salir a divertirse con sus amigos y que, como era lógico y habitual en aquella época, le imponían una hora de llegada a casa, que era las once de la noche. La sociedad entonces era distinta -mucho mejor en muchos casos, a mi juicio- y las familias llevaban un control mucho más cercano de las amistades de sus hijos y fijaban una hora prudente para que todos estuviesen de regreso en su hogar. La protección familiar, tanto paterna como materna, era la norma, muy de agradecer, pues los adolescentes no dejan de ser todavía unos niños que, en muchas ocasiones, no tienen la capacidad completa todavía para discernir los peligros y problemas que pueden encerrar algunas decisiones o actitudes. Es decir, bajo mi punto de vista, los padres hacían lo que era su obligación: velar por sus hijos.
Pues bien, actualmente, Sánchez ha decidido -lo ha hecho desde marzo- que los españoles somos adolescentes a los que ha de guiar él en su inmensa sabiduría, a los que concede, graciosamente, horas de recreo, como cuando autorizaba las franjas horarias en abril y mayo para salir a dar un paseo o hacer deporte, y a los que les dice si se pueden ir de vacaciones o no, de fin de semana o no y si pueden ir de Madrid a Segovia a comer cochinillo o no, por poner algunos ejemplos. Ahora, su última ocurrencia ha sido imponer en España un toque de queda, con un horario central -con flexibilidad de una hora- que va de las once de la noche a las seis de la mañana, de manera que el presidente del Gobierno se ha investido como padre de todos nosotros, a los que debe de considerar sujetos sin capacidad de decisión, para obligarnos a estar a las once en casa. Ha retomado, más de veinte años después, el título de aquella serie, pero si bien dicha ficción estaba justificada porque trataba de adolescentes que todavía se estaban formando, el presidente lo aplica sobre ciudadanos que son libres e iguales, pero que cada vez se ve que son para él menos libres y menos iguales.
Son menos libres porque a cada instante les restringen sus libertades, su capacidad de decisión, su voluntad para hacer lo que les parezca dentro de la ley, al imponerles constantes restricciones. Y son menos iguales porque puede que el Gobierno impida que se puedan celebrar las navidades con la familia -cuántas personas mayores puede que pasen solas por las restricciones las que para muchas puede que sean, desgraciadamente, sus últimas navidades- mientras parte del estamento político celebra una fiesta de un número importante de personas, en la que seguro que se respetaban las medidas de seguridad, y seguro que las fotografías sin mascarilla recogían los momentos de la cena, donde no es obligatorio tenerla puesta, y también es verdad que la normativa excluye el límite de seis personas para las reuniones de trabajo e institucionales, pero eso sí que no es ético. Legal, seguramente; ético, en ningún caso. Da la sensación de que las restricciones que imponen les vienen a dar igual porque, en primer lugar, la ruina económica no va a hacer merma en ellos, a los que el sector público, sostenido por los contribuyentes, no lo olvidemos nunca, les garantiza sus ingresos, y, en segundo lugar, porque las limitaciones que les exigen a los demás ellos pueden estar por encima de las mismas. No se trata de hacer demagogia, sino de que, más allá de la propaganda, ellos sepan cumplir con las normas.
Se empieza a culpar a los ciudadanos de la expansión del virus, cuando, con carácter general, no hemos hecho más que obedecer todo lo que nos han impuesto, mientras muchas familias van a la ruina, a la que llegaremos todos si esta mediocridad que tenemos en la política no se da cuenta de que no se puede seguir así.
Ni se pueden imponer restricciones ni se puede tomar como norma la adopción del estado de alarma, ni por quince días, ni por dos meses, ni, mucho menos, por seis meses. Se habla con una naturalidad pasmosa de una herramienta extraordinaria que está empezando a emplearse de forma ordinaria, con la inseguridad jurídica que genera para todos y la limitación de derechos de los administrados.
La vicepresidenta Calviño lo dijo claro el otro día: la intensidad y velocidad de la recuperación dependerá de la confianza que seamos capaces de generar para nuestra economía. A mí me parece que ese mensaje hay que leerlo entre líneas, porque me da la sensación de que es un recado que les envía a sus compañeros de gabinete, empezando por el presidente, que se piensan que la economía se para y se arranca como si fuese un coche, sin que se queden muchas empresas y familias por el camino.
Y toda esta forma de gestionar, con tanta restricción de ida y vuelta, con las grandes frases que algunos mediocres pronuncian porque piensan que con ellas van a pasar a la posteridad, con el seguidismo de otros y con la traición de unos cuantos, y algunos de ellos con la conjunción de todo esto, va a generar un abismo económico. España va a quedar como un erial cuando queramos levantar la vista para calibrar la magnitud del desastre. Después vendrán los lloros y lamentos de quienes gobiernan, momento en el que pronunciarán, de nuevo, grandes frases, cursis generalmente, e inútiles para resolver los problemas que habrán generado, que están generando, en la economía y el empleo, con sus decisiones.
Y si algún político, con sus aciertos y sus errores, pues es verdad que gobernar es tomar decisiones, y, por tanto, es atinar y equivocarse, se planta frente al resto y trata de buscar una solución menos lesiva para la estructura económica, como es el caso de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, entonces sufre el ataque o, cuando menos, la indiferencia del resto de políticos, propios, ajenos y mediopensionistas. Y no sirve de nada decir que la mayoría de los países adoptan soluciones similares, porque también se están equivocando, aunque no llegan al nivel de nuestro país.
España va a caer a doble dígito en 2020, con un déficit que puede rondar los 140.000 millones de euros -tanto como los fondos de la UE, incluida la parte de préstamo- y con una caída del PIB que también será de casi 140.000 millones, con lo que Pedro Sánchez, con su equivocada gestión, habrá provocado la destrucción de una riqueza similar a los fondos que nos mandará Bruselas, y habrá añadido a la losa de la deuda otro importe equivalente a los anteriores, de manera que superará el 120% del PIB. La recuperación en 2021 se presenta incierta, por los vaivenes en las decisiones y por la destrucción de la estructura económica de este ejercicio, que dificultará la recuperación, tras haberse acabado con 1.540.000 puestos de trabajo, según las previsiones del propio Gobierno para 2020, tal y como consta en el Plan Presupuestario 2021 enviado a la UE.
Como llevo diciendo desde el principio de la pandemia, la crisis económica puede ser más grave que la sanitaria, y, de hecho, ya lo es. El empobrecimiento en el que va a quedar sumida la economía provocará que tengamos una peor sanidad y, por tanto, habrá más muertes por todo tipo de enfermedad. Tampoco habrá margen para atender tanta prestación por desempleo o asistencial como se generará, porque nuestra deuda tiene un límite. Si nosotros no solucionamos nuestros problemas, la UE lo hará, porque no puede permitir que la cuarta economía de la eurozona desestabilice a toda la zona. Entonces, vendrán duros recortes en pensiones, en empleos públicos y en todo tipo de servicios, pero el Gobierno de Sánchez sólo se preocupa de anunciar subidas imprudentes de gasto e impuestos, que debilitan la viabilidad de todo ello, con la esperanza de que la propaganda dure lo suficiente y de que la ruina no se muestre con toda su crudeza para llegar a las siguientes elecciones y tratar de ser reelegidos.
Mientras eso sucede, la ceguera política seguirá provocando la ruina económica, sin que sus medidas medievales sirvan para mejorar la situación sanitaria, la cual sólo mejorará estructuralmente cuando haya vacuna que mitigue los contagios y los fallecimientos, no por los cierres, restricciones y limitaciones de la libertad que nos imponen. Seguirán con todo ello, que se resume en el absurdo mencionado de “a las once en casa”, con la diferencia de que si los padres lo hacían por el bien de sus hijos, los políticos lo hacen pensando en su interés electoral, sin preocuparles que hay una cosa que se llama libertad y otras que se llaman, basados en aquélla, derechos fundamentales de los ciudadanos, y que están pisoteando todos ellos, con, como digo, honrosas excepciones, a las que el resto ataca, tal y como he dicho. Todo es un esperpento que nos lleva a un horizonte muy oscuro, en el que no sabemos cuánta prosperidad vamos a recobrar y qué libertades recuperaremos, pues puede que alguna no vuelva nunca.
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