La oDiada
Lo han conseguido. Han convertido en monotema nacional lo que era un anatema coyuntural que se repetía cada cierto tiempo. Un entremés político representado en el teatro del cinismo que es la Cataluña actual. El binomio de tensión que mantenía la Generalitat con el conjunto de España, centrado en el chantaje permanente el gobierno de turno, ha devenido en ultimátum sin salida: lentejas con butifarra para seguir viviendo de una ubre cada vez más hastiada por tanto tira y afloja. El populismo nacionalista, el más peligroso de cuantos hay, por su tendencia a repetir esquemas de construcción mitológica de una farsa, llega a sus últimas fases en la tierra de Casanova, ese hombre que despedía sus discursos con un “¡Viva Cataluña, Visca Espanya!”. Es hilarante ver los homenajes de buen indepe que se hacen bajo la estatua de uno de los mayores unionistas que ha habido por allí desde que en 1714 dos facciones se enfrentaran por imponer a su Rey de España.
Los próceres del referéndum han hecho del sentimiento retorcido su estrategia de conducta, y contra las emociones es difícil oponer resistencia. No existe mayor voluntad de consecución de un hito que aquella que emana de un impulso desatado y constante. Eso busca el nacionalismo emocional, y no se detendrá tras el uno de octubre. Porque una vez conseguida la independencia, el siguiente paso será anexionar los Sudetes valencianos, o aragoneses, o mallorquines, porque el Anschluss catalán necesita expandirse como buena metástasis de lo que significa. La oDiada es la versión nacionalista del día de todos los catalanes. La han pervertido hasta límites imprevistos. La manipulan a su antojo, porque quieren que sea de todos los que piensan como ellos. Si no, no es Diada. Porque sólo existe la que, desde su nazismo social, cultural y político, entienden: la del supremacismo identitario, la del ADN puro. Desde hace años, el 11 de septiembre en Cataluña no es más que la fiesta fúnebre de los desarraigados. Capucha en la cabeza y antorcha en mano, caminan por los pueblos del interior silbando himnos, quemando libros y banderas y profiriendo insultos y desacatos. La historia es ese espejo que se refleja siempre en el presente para recordarnos cuán grande es su brillo.
Recuerden que Junqueras sentenció, en una entrevista en televisión no hace mucho, ante la pregunta de si en un eventual referéndum pactado con el Gobierno, la opción del sí es ampliamente derrotada, lo siguiente: “Haremos otro”. Porque en eso consiste el nacionalismo: la resistencia ante la realidad, la negación de la adversidad, el martillo pilón inconsciente que va horadando la energía de quienes deben hacer cumplir la ley. Si pierden un plebiscito, harán otro, si la gente vota lo contrario de lo que quieren los sediciosos, al tiempo volverán a sacar al pueblo a la calle para que haga lo mismo, porque no se fían de ningún resultado que no sea el que ellos esperan. La pluralidad se pervierte cuando se estigmatiza la esencia que define precisamente lo que es: diversidad. Eso es lo que pretende borrar el supremacismo nacionalista de Cataluña: su ADN variado.
En eso consiste la oDiada. Nadie imagina a California pidiendo su independencia de forma que doblegue la voluntad federal de la nación americana. O a Córcega pertrechada en su insularidad pidiendo ser reconocida como nación. O a Baviera haciendo un referéndum contra la ley de los lander. Nadie lo imagina porque sabemos cómo actuarían Estados Unidos, Francia y Alemania, tres países de honda raigambre democrática. Y nadie criticaría su respuesta. Aquí, tememos la imagen de Puigdemont esposado, evitando convertirle en un mártir antes que obligarle, por lo civil o lo criminal, a que, como subordinado del Estado, cumpla y haga cumplir las leyes. Es hora de que las formas, que en política constituyen siempre el fondo de todo, acaben por ser algo más que el barniz de una débil estrategia.