Mossos desleales

Mossos

El pasado jueves estaba en el municipio de la Puebla de Lillo, en León. Casi en la frontera con el Principado Asturias. En pleno parque regional Montaña de Riaño y Mampodre. A 1.100 metros de altura. La temperatura era de 18 grados y soplaba una suave brisa de ocho kilómetros por hora. Era poco antes de cenar y me conecté a OKDIARIO.

Los colegas Gonzaga Durán, Luz Sela y Joan Guirado daban cuenta de las últimas novedades sobre la fuga de Puigdemont: «Un mosso corrió 3,4 km detrás del coche de Puigdemont hasta que lo perdió en un semáforo», rezaba la primera noticia. «Los Mossos llegaron a reservar un hotel en Madrid para ‘descansar tras entregar a Puigdemont al Supremo’», la segunda. Y finalmente la tercera: «Los Mossos tenían un plan para evitar la ‘entrada clandestina’ de Puigdemont al Parlament pero no su fuga».

Me entraron ganas de subirme a la montaña más cercana y gritar: «¡No todos los catalanes somos como Puigdemont!» Pero como ya era de noche, lo dejé correr. Dejo constancia hoy por escrito.

De momento, los tres agentes implicados en la fuga han sido suspendidos de empleo y sueldo. Los indepes no ven en ellos unos desleales, sino unos patriotas. Yo los echaría directamente. Por poner el prestigio de los Mossos a la altura del betún.

Mientras que Salvador Illa, como ya anunció en campaña durante el debate en TV3, ha repescado al mayor Trapero. Un detalle importante que ha pasado relativamente desapercibido. No lo ha recuperado como máximo jefe del cuerpo sino como director general de la Policía. Aunque obviamente este depende de él. Es decir, es un cargo político, no operativo.  Vamos a darle un margen de confianza. A pesar de que era el responsable de los Mossos d’Esquadra el 1-0. El coronel Pérez de los Cobos se acordará bien. Las relaciones fueron tirantes. Incluso explosivas.

Pero estoy seguro de que, después de haber sido juzgado por la Audiencia Nacional, se le deben haber pasado las ganas de más aventuras. Salió bien librado del juicio gracias a las lágrimas de su abogada en el alegato final, el supuesto plan para detener a Puigdemont -del que no hay prueba escrita- y haber testificado en el Supremo como testigo. Eso sí, con el voto en contra de la presidenta de la sala.

No lo tendrá fácil. De entrada, tendrá que recuperar la autoestima, muy tocada por las últimas polémicas. La autoridad del cuerpo cuestionada incluso por el Govern en época de Torra o por fuerzas políticas como la CUP. Y sobre todo, su eficacia. Visto el papelón con Puigdemont. Hasta diría la operatividad. No en vano han tenido más de media docena de jefes en cinco años. Entre Trapero, Ferran López, Miquel Esquius, Eduard Sallent y Josep Maria Estela. Algunos -como Esquius y Sallent- lo han sido dos veces.

El proceso ha estado lleno de deslealtades. Desde luego de las instituciones catalanas con el presidente de la Generalitat, el Govern y una parte del Parlament al frente. También de la clase política. En una generación pasamos del Pujol, «español del año» (1985) a Mas diciendo que «tenemos que engañar al Estado» (2014). Nunca supe que significaba lo de «engañar a Estado»: ¿publicar las resoluciones del Parlament en viernes a ver si pillaba al TC de fin de semana?

Además de TV3, excitando innecesariamente al personal. O de la escuela catalana. Con aquellos profesores yendo al Palau a entregar a Puigdemont las llaves de las escuelas públicas para que se pudiera celebrar el ‘referéndum’. Sin olvidar tampoco la Administración de la Generalitat. Con aquellos edificios llenos de lazos amarillos

Pero de todas las deslealtades, la más grave fue la de los Mossos. El Estado no puede dudar de la lealtad de un cuerpo policial de 17.000 agentes con pistola al cinto. Hasta el presidente del TSJC, Jesús María Barrientos, ordenó el 9 de octubre del 2017 que los Mossos dejaran de custodiar el edificio y fueran sustituidos por el Cuerpo Nacional de Policía. Ahí se quebró la confianza del Poder Judicial en la policía autonómica. La decisión se revocó tras la aplicación del 155.

Luego ha habido deslealtades individuales que afectan también a la imagen del cuerpo. La sentencia al ex consejero de Interior, Miquel Buch, de la que ha resultado finalmente absuelto gracias a la Ley de Amnistía, describe la implicación de un sargento que le ayudó a salir de España «de manera precipitada». La dirección del cuerpo lo acabó sancionando y destinando a la comisaría de Martorell (Barcelona). Pero nunca llegó a incorporarse por disfrutar de «permisos, vacaciones y baja laboral». Ahora es uno de los expedientados.

Buch lo acabó nombrando asesor «en materia de seguridad pública». Lo bueno es que para pagarle se tuvieron que dar de baja dos plazas de la comisaría en Ciutat Vella, es decir, en El Raval. El peor distrito de Barcelona en materia de inseguridad ciudadana. El agente en cuestión recibió indebidamente más de 50.000 euros.

Todo ello con el agravio de que el despliegue de los Mossos fue un acuerdo político entre Pujol y Felipe González en 1994. Al final del felipismo. Ni siquiera está refrendado por una Ley Orgánica.

En realidad, la entonces Minoría Catalana hasta votó a favor de la ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que casi relegaba las policías autonómicas a la custodia de edificios. Y, durante muchos años, los Mossos cobraron más que policías y guardias civiles.

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