Más madera sindical: salarios o conflicto
En tiempo de crisis los inefables sindicatos españoles, que tan prudentes deberían ser dada la abundancia de las prácticas irregulares cometidas en perjuicio de la Hacienda pública, suelen exacerbar su beligerancia. Desempolvan toda su retórica anticapitalista y demuestran no haber entendido jamás que la actividad empresarial es esencialmente una tarea cooperativa, y no un objeto más sometido a la envenenada dialéctica marxista entre trabajo y capital.
El fin principal e ineludible de una compañía es obtener siempre el mayor beneficio posible. Es su razón de ser, lo que asegura su continuidad y futuro, así como la condición ineludible para pagar a los proveedores y remunerar convenientemente al capital y a sus empleados. No hay razón para que estos principios básicos cambien durante una intensa desaceleración económica como la que estamos padeciendo, que desembocará tarde o temprano en una recesión. Cuando esto sucede, la coyuntura va imponiendo sus condiciones inapelables y las empresas serán las primeras en adaptarse a la situación, conteniendo los costes para seguir maximizando en la medida de lo posible sus resultados. En un marco de competencia como el que todavía rige en España, aquellas que puedan trasladarán sus costes a los precios, y harán muy bien. Pero esto abre un escenario lleno de oportunidades. Los ciudadanos, que también mirarán más que nunca por su cuenta de resultados, elegirán aquellas empresas que les ofrezcan precios sencillamente más bajos, o una relación calidad-precio que sea plenamente satisfactoria, y alterarán desde luego sus hábitos de consumo -más pollo que ternera, menos fruta de la habitual y así con todo, incluida la energía-.
Pero lo que los sindicatos proponen en estas circunstancias es que los empresarios reduzcan voluntariamente su excedente, corrigiendo su «actitud codiciosa y miope», y que el Gobierno radical de Sánchez, del que son correa de transmisión, aumente los impuestos sobre las compañías o que, como ha propuesto la vicepresidenta Yolanda Díaz -su ministra comunista favorita-, imponga controles de precios en los carburantes y combustibles y hasta en los productos básicos de alimentación emulando las prácticas anacrónicas y fracasadas de los políticos más criminales de la historia, que sólo han generado escasez y miseria generalizadas.
También quieren desde luego que los salarios suban más de lo oportuno y conveniente, ya sea a costa de castigar a las empresas y abocarlas a prescindir de parte de su fuerza laboral. A estos efectos están en pleno enfrentamiento con la patronal y ya han puesto lema a su nueva y estéril lucha: salario o conflicto. Los dos mandarines sindicales del país, Pepe Álvarez y Unai Sordo, han desplegado una estrategia de tensionamiento en la negociación colectiva, sobre la que han recuperado el poder que les ha otorgado la ministra Díaz con la contrarreforma laboral, y están dispuestos a ir a por todas con la convocatoria de huelgas en los próximos días. Ni qué decir tiene que el conflicto es lo que menos interesa a la nación, con una inflación desbocada, la industria y el comercio al borde de la recesión y un mercado de trabajo que ha empezado a producir parados -y esto es sólo el comienzo-.
Aunque por supuesto lo entienden, los sindicatos se niegan a aceptar la relación directa que hay entre salarios y empleo. Refutan contra la evidencia empírica que un aumento del SMI perjudicará gravemente a las personas menos cualificadas, con menor formación y capacidades limitadas para generar valor añadido. Si se aprueban medidas de este tipo, o se perderá empleo o no florecerá el que podría surgir si imperase el sentido común. Pero los sindicatos españoles han carecido legendariamente de sentido común. Han estado desde siempre ayunos de conocimientos económicos. Sólo les cabe una idea en la cabeza, una idea completamente absurda: que si tuercen su actitud irracional se convertirán en lacayos del capital y se habrán entregado al dogma liberal, que en su opinión excéntrica ha sido definitivamente derrotado por el socialismo radical como Dios manda que encarna Sánchez y sobre todo Yolanda Díaz. Si no fuera porque todas estas reflexiones no dejan de tener rasgos de comicidad, se podría decir que son perfectamente grotescas.
España, que todavía no ha recuperado la renta per cápita de 2019, previa al Covid, afronta en estos momentos varios vientos que soplan de cara, que son un claro freno al progreso. La inflación más elevada del continente, un encarecimiento progresivo y duradero de los precios de la energía, así como los graves problemas que atraviesa Alemania, no sólo uno de nuestros mercados clave de exportación sino una referencia de primer orden para la evolución del conjunto de la economía europea. Si está a punto de entrar en la UCI, es seguro que nosotros lo pasaremos peor que ellos.
Un eventual incremento del salario mínimo, el desprecio obsesivo de este Gobierno por la clase empresarial y el ataque combinado contra la misma de los sindicatos más la próxima conflictividad en la calle, que singularmente en España no se dirige contra el poder ejecutivo -como sucede en todos los países de nuestro entorno- sino contra las compañías, las únicas capaces de mantener el empleo y de crear nuevos puestos de trabajo constituyen una alianza letal contra el progreso que agravará la recesión y aumentará el dolor de la mayoría de los ciudadanos.
Afrontamos en otoño un parón de la industria, al que están contribuyendo el precio explosivo de la energía y las decisiones políticas arbitrarias de los Gobiernos de turno, a los que esta crisis, a diferencia de la anterior, ha sorprendido con un nivel de deuda brutal. Por fortuna, el ahorro de las familias es bastante elevado, como consecuencia de un despliegue descomunal de ayudas fiscales y monetarias jamás visto en la historia. Pero este colchón está concentrado en las clases medias y altas, de manera que aquellos en situación precaria sufrirán más. Si suben los sueldos, tanto el legal como los convencionales, no lo pasarán mejor: estarán abocados al despido a la primera de cambio y desde luego serán mucho menos empleables.
Me he pasado toda la vida defendiendo a los empresarios, que son el nervio y la sal de la nación, los que generan riqueza. Hay un debate absurdo entre si primero es el huevo o la gallina. A mí me parece que no hay discusión al respecto. El huevo, la gallina y el resto de la granja son los empresarios, que son los que tienen la idea y arriesgan su dinero, incluso con frecuencia su patrimonio personal, para desplegarla engrasando la economía de mercado.
Nosotros los trabajadores somos desde luego indispensables, pero en el orden de la jerarquía estamos después de ellos y desde luego somos sustituibles casi siempre. Esto no quiere decir que apruebe incondicionalmente la actitud de algunos capitanes de empresa. Hay muchos jefes pésimos. En condiciones normales, el salario que perciben los empleados guarda una relación lo más aproximada posible con su productividad, con el valor añadido que aportan, una vez descontados los costes implícitos en su contratación. Pero esta regla básica y providencial no se cumple siempre.
Algunos jefes la desprecian o la ignoran y así perturban el normal desenvolvimiento de su negocio. En las actuales circunstancias, y debido a la influencia nefasta de nuestro modelo de protección social, es difícil encontrar trabajadores en algunos sectores, por ejemplo en la hostelería. Los nativos no quieren por la sencilla razón de que entre las subvenciones que graciosamente reciben y las chapuza que pueden apañar, no encuentran rentable trabajar diez horas en un bar o en un restaurante por 1.300 euros, que suele ser el salario medio de un camarero. Esto sólo les aporta apenas 400 euros adicionales a los que pueden conseguir viviendo del cuento o en la economía irregular y exige un esfuerzo y y una atención considerables.
Pero esto no justifica la actitud de algunos jefes. Conozco al dueño de la cadena de restaurantes que más me gusta de Madrid que no se comporta adecuadamente. Paga poco a empleados tremendamente productivos y valiosos, carece de cualquier empatía con sus trabajadores y demuestra poco aprecio por lo mucho que contribuyen al éxito del negocio. Esta clase de conducta me produce una gran tristeza, pero sobre todo repugnancia. Adoro el capitalismo y por eso no me gustan los que lo devastan con su comportamiento. Por ejemplo, y de manera destacada, los sindicatos.
Temas:
- Opinión