Mariano se los ha comido con patatas

Rajoy-PP
Mariano Rajoy, en una reciente imagen. (Efe).

A los antaño periodistas socialistas, ahora pasados en masa a Podemos, sólo les faltó pegar físicamente a Mariano Rajoy tras anunciar el 22 de enero que no comparecería a la investidura. Aquel frío viernes sostenían públicamente que era «una irresponsabilidad», «una falta total de sentido de Estado», «una nueva marianada» y no sé cuántas lindezas más que el presidente no se sometiera al escrutinio de sus señorías para determinar si seguía siendo presidente del Gobierno o si, por el contrario, se las piraba a su Registro de la Propiedad en Santa Pola. En su fuero interno, en ese coto privado que es la conciencia, había unanimidad en sus intenciones: lincharle verbalmente en esa gran plaza pública que es el Parlamento para que quedase patente en el imaginario colectivo que el Partido Popular estaba más solo que la una.

El pontevedrés de Santiago se limitó a actuar responsablemente. Como hubiera hecho cualquier homólogo en idénticas circunstancias. Ningún dirigente político de una democracia de calidad (llámese Alemania, Francia, Reino Unido o la Dinamarca de Borgen) pensaría siquiera en la posibilidad de intentar la investidura si no tiene los apoyos garantizados y requetegarantizados. Un gatillazo de esta envergadura no se da en países serios por una sencilla razón: porque da con los huesos del político impotente en la puñetera calle. Es su muerte civil. Nadie osa tomar el nombre de las instituciones en vano.

Cuando en el invierno de 2013 Angela Merkel acudió al presidente alemán, Joachim Gauck, para autoproponerse por tercera vez como candidata a la Cancillería sabía que las posibilidades de no lograr su meta oscilaban entre cero y ninguna. Gauck, un ejemplo moral para todos los germanos por su pasado de lucha contra la policía política comunista, la temible Stasi, jamás hubiera dado luz verde si el éxito de la operación no estaba asegurado al 100%. En la ética calvinista no hay lugar para las bromas ni mucho menos para las frivolités.

Tampoco imagino yo a David Cameron planteando su investidura a la Reina Isabel «por si cuela». Entre otras poderosas razones, porque la persona que lee el discurso del candidato a primer ministro no es el candidato a primer ministro sino la mismísima monarca, que arriba a las Casas del Parlamento, a orillas del Támesis y con la vigilancia perpetua del Big Ben, en una carroza dorada. Vamos, que ni en Reino Unido ni en Alemania, obvio tampoco en Francia (no veo a Manuel Valls jugando a la bonoloto ante François Hollande), se andan con gilipuerteces.

La seriedad british, alemana y francesa contrasta con el cachondeo patrio. A Rajoy le pusieron a parir, le dijeron de todo y por su orden y le llamaron de todo menos guapo. Por el contrario, a Pedro Sánchez le llovieron elogios por dar el paso. Claro que todos obviaron lo más importante: ¿tiene o no tiene los votos suficientes? Al final, el ridículo ha sido de los que marcan época, al punto que ha hecho historia. Es el primer aspirante en democracia que no saca adelante una investidura en 39 años. Que se dice pronto.

En esta España nuestra, en la que demasiadas veces la opinión publicada no tiene nada que ver con la opinión pública, el gatillazo le ha salido gratis. No sólo eso: la mayoría de comentaristas y opinólogos coinciden en que el gran culpable de que se repitan las elecciones es Mariano Rajoy. Olvidan, no por maldad sino porque les puede el sectarismo, que el baranda popular no dio el paso porque todos le dejaron claro que no le apoyarían. Desde el PSOE hasta Ciudadanos, pasando obviamente por Podemos. Si en algo coincidieron Pedro, Albert y Pablo es en una cosa: «A éste, ni agua». Cuán distorsionada debe estar la verdad cuando al responsable se le crucifica dialécticamente y al irresponsable se le aplaude. Por cierto: si Sánchez hubiera hecho bien los deberes, no aceptando el encargo del Rey hasta dilucidar si se podía o no se podía, nos hubiéramos ahorrado varias semanas de ingobernabilidad al no empezar a correr el reloj constitucional, que obliga a esperar dos meses hasta la convocatoria de unos nuevos comicios.

Rajoy, cuya parsimonia a veces saca de quicio y termina en desastre, acertó esta vez… y sin que sirva de precedente. Pedro Sánchez ha acabado herido de muerte. Juan Español lo ve como un tipo que quiere ser presidente con quien sea, al precio que sea y cueste lo que cueste, incluida la unidad de España. Y ese sambenito de obseso por el poder no se lo quitará jamás. Pablo Iglesias ha sido presentado con éxito por los socialistas como el tipo que impidió que hubiera un Gobierno de izquierdas, una suerte de Frente Popular posmoderno. Y Albert Rivera es el que mejor ha salido parado del caos lo cual no quiere decir que no se haya dejado un mechón en la gatera. Muchos de sus votantes se preguntaban, se preguntan y se preguntarán: «¿Para esto voté yo a Ciudadanos, para que sea presidente Sánchez?».

La experiencia es la madre de la ciencia. Mariano, que lleva treinta y tantos años en esto, les ha dado una clase magistral de Ciencia Política, empezando por el profesor de la Complu que aseguró urbi et orbi que ¡¡¡en Andalucía se celebró un referéndum de autodeterminación!!! en la Transición (al pollo esta barbaridad también le salió gratis). El todavía inquilino de Moncloa ha dejado que los tres se cuezan en su propia salsa. Y en mayor o menor medida (Pedro el que más, Albert el que menos) han terminado escaldados. El espectáculo ha sido dantesco. A veces en la vida, pocas la verdad, estarse quietecito y fumarse un pedazo de cohiba es mano de santo. Y ésta ha sido una de ellas. Las encuestas no mienten. Ahora a Rajoy sólo le queda rezar y proclamar: «¡Virgencita, virgencita, que me quede como estoy!». No sé yo si las ritas, los nachetes, los luises y los púnicos se lo van a permitir.

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