A mí me llamas Doña Elena

A mí me llamas Doña Elena
A mí me llamas Doña Elena

Ya lo saben ustedes, no soy disparatadamente monárquica, ningún hombre ni mujer, hechas las cuentas, estamos a la altura de la ejemplaridad que requiere una posición como esa, igual que tampoco, salvo rarísimas excepciones, la de sacerdote o ¡comunista!

¿Caerá, queridos amigos, en el más profundo de los ridículos, la dorada institución, una vez rutilante y ahora que se ha marchado la reina, extemporánea? ¿Que qué reina? ¡Señor! Isabel, la única.

Y con ella, me encantaría equivocarme, temo que probablemente se ha marchado su pertinencia (y hasta, si me apuran, el “decoro” de la realeza).

Porque, no me negarán, que determinadas cosillas chirrían.

El “Doña Elena” de la semana pasada daba, como dicen los adolescentes, un poco de cringe… “Cringe” es una expresión que obedece a lo que los mayores de cuarenta consideramos obsceno en honor a la estética, que es la otra mano de la ética.

¿A dónde íbamos?, ¡ah!… Chirrió ese ensoberbecido “A mí me llamas Doña Elena”, que soltó la hermana del rey Felipe IV a una periodista muy grosera también (o paletilla), todo sea dicho, cuando la asalariada se empeñó en entablar conversación de tú a tú con la madre de Victoria Federica. Estuvo feo.

Sí, pero muy feo y ridículo todo: “Vamos a ver, ¿quién te crees que eres, para mirarme a los ojos? ¿para dirigirte a mí por mi nombre de pila, so inferior? ¡¡maldita súbdita!! Obrera mugrosa que me perturbas, con tu trabajo, mientras me solazo con mis caballos…». En mi opinión, esto es lo que realmente proyecta la respuesta de Doña Elena. Yo siempre la llamaré Doña Elena. Doñísima. ¡Qué gozada!

¿Podría decirse que los caballos, e incluso los pantalones de montar y las botas de cuero han sido patrocinados por todos los españoles, lo que incluye a esa reportera faltona?

¿Recuerdan cuando en los ochenta, Tom Cruise no dejaba que ningún empleado o proveedor, en hoteles, restaurantes e incluso en los rodajes le mirase directamente a los ojos?

Ya saben que Carlos III exige, desde siempre, que le planchen los cordones de los zapatos (lo cual no está nada mal porque da trabajo a otras personas para hacerlo), lo que, una vez más, produce cringe es que jamás se los ata, sencillamente él no se agacha ni ante sí mismo, que lo hagan otros (¡hay que tener complejo de Moctezuma!).

Por supuesto, si se le cae un papel al suelo, o el móvil, o un peine, o un tampax, llama por teléfono para que alguien acuda raudo y sumiso a recogerlo.

El hijo del rey de Tailandia, Maja Vajiralongkorn, exigía el mismo trato y rango oficial para su perro, mientras que su hermana, la princesa, prescribe que todo el mundo a su alrededor lleve impolutos guantes blancos, aunque tienen terminantemente prohibido tocarla.

El príncipe Andrés, ojito derecho de la reina Isabel II, fue  despojado de sus honores reales, eso sí, el Duque de York  mantiene hasta la fecha su título nobiliario, aunque no pueda utilizar el tratamiento de «su alteza real» (por sus nada convenientes relaciones amistosas y amorosas).

¿Qué piensan ustedes? Yo que, por mucho que Margarita de Dinamarca y otros hayan decidido “adelgazar” sus casas en número de miembros (no en recursos), en adelante todo va a ser menos agradable para las monarquías y los royals en bloque.

La moral no es la del siglo XX, ni la forma, ni el pueblo esforzado (que no les va a pasar ni una).

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