Apuntes Incorrectos

Liz Truss, el éxtasis de la izquierda y los tontos útiles

Liz Truss
Liz Truss

La dimisión de la primera ministra británica Liz Truss ha provocado en la izquierda nacional, y sobre todo en la mediatica, una suerte de transposición del alma similar a las que sacudían a Santa Teresa de Jesús. Se siente plenamente reconfortada por este requiebro de la historia, ha entrado en éxtasis, y en su paletismo consustancial, considera que la espantada de Truss afianza a su presidente pagador Sánchez y representa un contratiempo insuperable para su opositor Feijóo.

De esta clase de medios cautivos del poder político no se podía esperar menor delirio. El problema es que el terremoto del Reino Unido ha resucitado al hombre blandengue que la prensa mediopensionista lleva invariablemente en su corazón. Me refiero a la que se proclama liberal o combate a diario a Sánchez pero flaquea a la menor oportunidad, contaminada por la corrección política y abrumada por el uso masivo de toda la potencia de fuego acumulada a lo largo de los años, con la ayuda del socialismo en el poder, por el Grupo Prisa y la acorazada de las televisiones adictas.

Sólo Eduardo Segovia, en OKDIARIO, que para aportar los datos imprescindibles es también mi jefe, ha sido capaz de explicar que la dimisión de la señora Liz Truss no se ha debido a su agresivo programa de rebaja de impuestos, que siempre es bienvenido, sino a su combinación imprudente, en el mismo tiempo, con una explosión de gasto público en ayudas, muchas de ellas innecesarias, que conducía casi ineluctablemente a un aumento colosal del déficit y sus correspondientes problemas de financiación.

Este cóctel explosivo es el que impulsó la alarma de los mercados, la caída de la libra esterlina, el desplome de la bolsa y la decisión del Banco de Inglaterra de comprar masivamente deuda pública para impedir el descalabro general. Esto es simplemente lo sucedido. Pero ha proporcionado a la izquierda una oportunidad de oro para refutar las propuestas de la derecha de bajar impuestos, y le ha dado la coartada perfecta para apoyar la senda criminal emprendida por el presidente Sánchez para elevar la presión fiscal hasta límites inauditos, expropiar el dinero de los demás y castigar oprobiosamente a las empresas y al conjunto del aparato productivo.

No se crean que esto lo hace para proteger a la clase media y trabajadora como dice, porque es una falsedad obscena, sino para comprar el voto del mayor número posible de ciudadanos en la antesala de las elecciones, ante las encuestas esquivas, sin clase alguna de escrúpulo y ya sea a costa de degradarlos moralmente a la condición de súbditos voluntarios o dependientes forzosos.

Pero por mucho empeño que ponga en la desmemoria del pasado más incómodo, la izquierda no podrá borrar que una gran parte de las revoluciones de la historia fraguaron en contra de los impuestos confiscatorios. La de los comuneros de Castilla, a comienzos del siglo XVI, finalmente sofocada con el apoyo de la nobleza corrupta, tuvo que ver con el rechazo de los súbditos a financiar coercitivamenre los caprichos del rey Carlos. Y quizá fue por esto que la Escuela de Salamanca de aquella misma época, a cargo de los clérigos más ilustres de todos los tiempos, cuna del pensamiento liberal de todos los siglos, defensora de la propiedad privada, de la moralidad del comercio y valedora del tipo de interés por los préstamos llegó a justificar el regicidio, si era preciso para acabar con el eventual propósito confiscatorio del monarca. Los colonos de América se independizaron de la Corona británica a finales del siglo XVIII hastiados del expolio continuado practicado por la metrópoli. Y esta ha sido la reacción legendaria de la gente emprendedora, trabajadora y de bien ante los intentos del poder político de extraer hasta límites intolerables el producto de su genio.

A partir del siglo XIX el incipiente socialismo empezó a quebrar la inclinación natural de las personas al trabajo, primero para asegurar su subsistencia, y después para sentar las bases de su prosperidad. En su lugar, propugnó un nuevo modelo según el cual el Estado tenía la obligación de hacerse cargo del bienestar general drenando los recursos productivos y fomentando, al final del experimento, la ociosidad.

Haciendo un salto colosal en el tiempo, quizá la apoteosis más grotesca de este deterioro mental inexorable se produjo cuando Carmen Calvo, a la sazón ministra de Cultura de Zapatero, soltó la frase lapidaria de que «el dinero público no es de nadie». De aquel lodazal vienen estos polvos, atizados por los que siguen pensando -entre ellos demasiados maestros, profesores universitarios y hasta doctores- que los ingresos fiscales son para financiar los servicios públicos y que, por ello, «no son del Gobierno ni de nadie sino de todos» -esto lo escribió el pasado viernes en El País, cómo no, Pilar Mera, profesora ayudante doctora de la Uned, una desgracia para sus estudiantes y para el conjunto de la humanidad-. Estos personajes siniestros aducen que sin impuestos no hay sistema público que se pueda sostener y que sin esta cobertura a cargo de lo que no es otra cosa que nuestro dinero, es decir, de los que detestamos el socialismo e incluso del que lo adoran, no se podría pagar la Universidad de los hijos o, digámoslo más livianamente, una operación de vesícula.

Llevado al extremo, este argumento presupone equivocadamente que los liberales no creemos en el Estado. No es cierto. Lo que sucede es que postulamos un Estado pequeño centrado en las funciones que le son propias para asegurar la convivencia en paz, como la Defensa nacional, la seguridad en las calles y la persecución del crimen, la garantía de una justicia independiente que proteja el cumplimento de la ley, la cobertura de la indigencia y de todos aquellos que por mala fortuna o incapacidad manifiesta o insalvable no pueden vivir por sus propios medios, y demás funciones que sería tedioso citar pero que están al cabo de toda persona razonable. Un Estado de estas características, más pequeño, presidido por el criterio de máxima eficacia y de exigencia a los funcionarios a su cargo no necesitaría de los recursos elefantiásicos que requieren los actuales aparatos estatales, y podría dejar el mayor dinero posible en el bolsillo de los ciudadanos que lo ganan, que es siempre donde mejor está, por mucho que Sánchez, como Carmen Calvo, diga lo contrario. Con este dinero extra, y legítimamente propio, la gente podría procurarse su educación o su sanidad, por citar dos ejemplos emblemáticos. Pero si esta revolución que sostengo se ha vuelto ya imposible de ser llevada a la práctica, al menos dejemos que todos los servicios tan onerosos de los que ahora disfrutamos gracias a nuestros impuestos, aún manteniendo la titularidad pública, sean gestionados por la iniciativa privada, que siempre lo hará de manera mucho más eficiente y barata, como ha demostrado hasta la saciedad la evidencia empírica.

Volviendo al principio, Liz Truss no tuvo que dimitir por su plan de bajada de impuestos, sino por su pretensión de impulsar al mismo tiempo un gasto público desorbitado que jamás habría aprobado su idolatrada con razón Margaret Thatcher. Su plan para recortar los impuestos a todas las clases sociales e incluso a los ricos, su programa para rebajar las tasas a las empresas eran y son absolutamente correctos. La curva de Laffer denostada por la izquierda según la cual una menor carga fiscal aumenta la producción, dinamiza la economía y alimenta la recaudación sigue plenamente en vigor. El PP de Feijóo haría muy bien en perseverar en su programa fiscal para recortar los impuestos extenuantes que padecemos singularmente en España, desoyendo las brutales presiones del aparato mediático de la izquierda, con Sánchez a la cabeza, e incluso del fuego amigo. Debe hacerlo con un poco más de inteligencia que la demostrada por Liz Truss, es decir, racionalizando el inmenso gasto público que asfixia al país. Pero no debería dejar embaucarse por los cantos de sirena que en el fondo sólo pretenden gripar sus opciones como alternativa. Cuando Liz Truss dijo que bajar los impuestos constituye no sólo una obligación económica sino moral estaba más inspirada que Santa Teresa de Jesús.

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