Ley para la desobediencia civil

A Thomas Jefferson le atribuyen numerosas frases solemnes sobre la forma de gobierno, la justicia, la libertad y el poder. Quizá una de sus sentencias más célebres la citaríamos ahora cada ciudadano español que asiste al derrumbe de la democracia liberal que nos había granjeado décadas de avance y prosperidad, momento que acabó en 2004 con el advenimiento del ser más maligno que ha dado la política nacional desde Largo Caballero. Pero volvamos a Jefferson. Decía el que fuera tercer presidente de los Estados Unidos que «cuando la injusticia se convierte en ley, la rebelión se convierte en deber», una apelación directa a la responsabilidad ciudadana sobre la conservación de las libertades de las que disfruta, que sólo pueden ser ejercidas cuando se vive en una democracia liberal en la que existen contrapesos, poderes independientes, libertad de prensa y políticos conscientes de los límites del poder, asuntos de los que hoy no se ocupa el autócrata que golpea la nación con la saña de un perturbado.
Cuando escribí en esta misma tribuna, tiempo ha, que España es hoy una dictadura convenida bajo la excusa de los votos, el buenismo de la progresía excel me atacó por cuestionar la legitimidad emanada de las urnas. Como si eso representara por sí solo el maná democrático, y no fuera el pecado original que insufla de morfina retórica a la masa apesebrada para convencerle de que estamos ante un sistema limpio y confiable.
Reproduzco, para quienes andan despistados en justificaciones incoherentes y ceguera de partido, lo que escribí entonces:
«La dictadura de Sánchez es silenciosa, tan cutre como efectiva, tan macarra como imponente. Se basa en los votos, modelo exculpatorio que sirve a los autócratas para limitar o eliminar la democracia liberal y los equilibrios entre poderes. Con los votos justifican leyes, gobernanza a base de decretos, intervenciones en empresas privadas, ausencia de controles parlamentarios e incumplimiento constitucional constante. Siempre acuden al argumento-excusa: tienen mayoría de representantes en el Congreso, es decir, votos. Así es como se imponen las dictaduras ahora. Y cuando no los obtienen por vía legal, lo harán de aquella otra forma que tan bien conoce Zapatero. Tan preocupado que estamos por las botas de antaño que participaron en la guerra civil y seguimos sin darnos cuenta de que son los votos -sobre todo los malos votos- los que justifican hoy la llegada, permanencia y resistencia de los dictadores modernos».
Ahora díganme que no lo han vuelto a hacer con la amnistía que juraron no aplicar. De nuevo, la excusa de los votos para destruir todo atisbo de civilización constitucional, de igualdad ante la ley, de democracia factual. Es la dictadura perfecta para quien vive con su paga protegida y su trabajo asegurado por el régimen. Para el ciudadano que se excede con la velocidad de su vehículo, que lo estaciona mal en una calle o que se retrasa con el pago a Hacienda, que sufre un robo a su sueldo anual para mantener a putas y corruptos, que le sablean una cuota mensual vergonzante por trabajar o que paga hasta por morirse, no hay amnistía que valga. Es multado, perseguido y acosado. Y en casos extremos, se le somete a escarnio y lapidación pública.
Si tomamos al pie de la letra la cita de Jefferson, concluiremos que estamos en disposición de desobedecer las leyes que consideremos injustas, como ciudadanos que deseamos seguir viviendo en una nación de libres e iguales. Y exigiremos, en esa rebeldía sensata de quien no quiere ser más el imbécil que pone la casa y paga la fiesta, que aquí, en la España de saunas y corrupción socialista, de sistema agotado y vicios subsidiados, de golpistas prófugos y vividores del escaño, o malversamos todos y se nos perdona el delito, o la puta al río.
Con el plácet a la amnistía por parte de los magistrados sanchistas han derogado de facto la Constitución, cúspide suprema del ordenamiento jurídico que nos protege e iguala a todos, lo que abre la veda para que hagamos con ellos lo mismo que ellos hacen con nosotros. Una decisión, la de Pumpido y asociados, que legitima el cierre del Tribunal Constitucional. Porque ni es poder judicial ni funciona con y por amor a la justicia. Es un órgano político, y como tal, actúa, protegiendo los intereses de quienes han puesto a sus integrantes. Y al igual que quienes les colocaron ahí, deberían pagar la traición que han consumado contra la nación. Por cobardes, golpistas y cómplices de la decadencia autocrática.
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