José Antonio ante el tribunal: «Tenemos tendencia totalitaria como los socialistas»

Primo de Rivera

Ya confirmó Pedro Sánchez hace algunas semanas su convicción de que pasaría a la Historia por haber sacado los despojos de Franco de su tumba del Valle de los Caídos para llevarlos exactamente a donde siempre quiso ser enterrado: el cementerio de Mingorrubio, al lado del palacio de El Pardo.

Por esta razón, no sería extraño que Sánchez repitiera su jactancia a propósito de la exhumación de José Antonio Primo de Rivera del mismo lugar, aunque con ello pueda pasar también a los anales por compartir con Franco la utilización de los restos del fundador de Falange Española en busca de réditos para su proyecto político. La coincidencia es llamativa y sorprendente, no hace falta decirlo.

Hoy es la quinta vez en menos de un siglo que se desentierran los restos de José Antonio después de su fusilamiento el 20 de noviembre de 1936 en el patio de la cárcel de Alicante. En aquellas fechas, las tropas de Franco estaban volcadas en su último intento de asalto a Madrid, a la vez que las fuerzas leales al Gobierno frentepopulista habían retomado las sacas y matanzas de miles de presos considerados desafectos en Paracuellos del Jarama.

Ese mismo día 20, los aviones alemanes e italianos habían arrojado un reguero de bombas sobre más de medio centenar de calles y edificios de la capital, causando cerca de doscientas víctimas. La misma jornada vio morir a Buenaventura Durruti en el hospital de sangre del madrileño hotel Ritz. El eminente cirujano militar Manuel Bastos Ansart, llamado para atender al moribundo líder anarquista, anticipó el desenlace no sin antes escuchar decir a los fieles que rodeaban a Durruti que le habían disparado sus propios hombres, como cuenta el ilustre médico en sus memorias.

Si cuento estos sucesos de las fechas en que José Antonio fue fusilado es por situar en el contexto de aquella atroz guerra fratricida la ejecución de un español que se decía tan enemigo del socialismo como del capitalismo, y que propugnaba nacionalizar la banca o sustraerle la plusvalía del trabajo a los empresarios. Una muerte de la que se extrajo durante la dictadura un simbolismo útil al régimen, como el lugar preminente en la basílica del Valle de los Caídos reflejaba.

Ya desde los tiempos de Zapatero se habló de sacar a Franco y reasignar otro lugar para los restos del dirigente falangista en el mismo monumento como víctima de la contienda, pero no de forma destacada. Todo ello en pos de la ya entonces llamada «resignificación» del monumento construido por Franco, que alberga los restos de más de 30.000 víctimas de la Guerra Civil de uno y otro bando.

Interesante término el de «resignificación», pues el prefijo «re-«, según la Real Academia Española, no supone cambiar un significado por otro, sino repetir o intensificar el anterior. La cuestión es si Sánchez, bajo la excusa de darle un nuevo significado al monumento, no está buscando repetir o intensificar el que ya estaba olvidado para la mayoría de los españoles, que lo ven como un vestigio de un pasado que nunca más debe repetirse.

Durante casi medio siglo de democracia, la mitad bajo gobiernos del PSOE, no había sido una prioridad trasladar la tumba de José Antonio, como tampoco la de Franco. Seguro que los españoles no esperaban que el Valle de los Caídos se convirtiera en el pretexto de un gobierno para intentar tener prietas las filas ante el rechazo que genera en la sociedad su deriva política, económica y social, reflejada en las encuestas.

A nadie deja indiferente, y creo que tampoco lo hará a los partidarios del traslado, el que las siglas políticas de Francisco Largo Caballero, el presidente del Gobierno que dio el «enterado» de la sentencia a muerte del dirigente falangista, sean las mismas que las del presidente del Gobierno bajo el que se promueve la remoción de sus restos. Estos bucles de la «memoria histórica» son dignos de estudio y de estremecimiento.

La primera ocasión que se exhumó a José Antonio fue de una fosa común para llevarlo a una tumba en el cementerio de Alicante, de donde fue nuevamente desenterrado para ser conducido a pie y en andas hasta el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, donde finalmente salió para ser sepultado en la recién construida basílica de Cuelgamuros.

Como señalan los historiadores, el culto al líder «ausente» le sirvió a Franco para dejar descabezada a la Falange y servirse de ella para sus intereses. Al propio José Antonio, que llevaba detenido desde la primavera de 1936, ya le habían asaltado en la cárcel las dudas sobre el propósito de la sublevación. «La revolución en calidad de cipayos, la revolución de mis muchachos ardorosos, combatientes, para luego Dios sabe qué, eso no», dijo en respuesta al fiscal Vidal Gil Tirado ante el Tribunal Popular que le condenó a muerte.

Gil Tirado había sido juez de primera instancia durante la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, padre de José Antonio, quien le había beneficiado archivando en 1923 un expediente gubernativo por negligencia promovido por la denuncia de varios vecinos cuando era titular en Hervás (Cáceres). En 1926 fue promovido a teniente fiscal. Ya con la Segunda República, obtuvo el ascenso a fiscal y pasó después a ser gobernador civil de Badajoz y Tenerife con el Gobierno social-azañista. Se exilió en Francia en febrero de 1939 y murió con 61 años en un campo de concentración apenas unos días después.

Marchó también al exilio el presidente del Tribunal Popular, Eduardo Iglesias Portal, a quien José Antonio se abrazó después de escuchar su condena a muerte. El magistrado pudo volver a España en 1959 gracias a las gestiones del hermano del fundador de Falange, Miguel, a quien se dirigieron las hijas de Iglesias para que intercediera a su favor y se le permitiera regresar, como así hizo. Iglesias murió en Aguilar de la Frontera (Córdoba) en 1969. Franco le había reconocido en 1961 su pensión de jubilación como magistrado del Supremo.

Durante su juicio en Alicante, José Antonio ejerció de defensor de sí mismo. Hoy no está de más recordar algunos de sus «zascas» al fiscal y a los jurados políticos y sindicales que componían el Tribunal Popular, como cuando al ser incriminado por su proyecto de crear un Estado autoritario afirmó que «muchos de los partidos representados dignamente en este Tribunal, creen que hay que pasar por un periodo dictatorial». O cuando equiparó a Falange
con el PSOE: «La palabra partido suena mal, y como tenemos tendencia totalitaria como la tienen los socialistas, ladeamos la palabra partido y la substituimos por movimiento nacional».

Su alegato final ante el Tribunal Popular retrata a un hombre de carne y hueso: «El señor Fiscal ha dicho que soy valiente. No soy valiente. Quizá no sea cobarde. Sí me importa dar la vida. Hay que arrostrar los sucesos de la vida con decorosa conformidad. Os digo que preferiría con mucho no morir».

«Se le condenó, no por lo que había hecho, sino más bien por lo que se supone que hubiese hecho de encontrarse en libertad…», escribió el socialista Julián Zugazagoitia, ministro de Juan Negrín, recordando que cuando la sublevación militar el líder de Falange ya llevaba varios meses en la cárcel.

Todo esto ya es historia. Lo demás son aspavientos de Sánchez para aumentar el negro humo de la hoguera de sus vanidades.

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