Izas, rabizas y colipoterras

tito berni

Hace años, tardofranquismo probablemente, publicó Camilo José Cela en el periódico vespertino Informaciones un artículo que, situado en aquel tiempo y cuando las gentes de bien de este país (aún quedan algunas, no crean) hablaban como pensaban sin cortapisas de censura frustrante, pasó por usualmente aceptable. Era una época en la que España no estaba dominada por solemnes bodoques como el florilegio de ministras feminicidas que todavía sigue en el Gobierno gracias a su mentor y mecenas Pedro Sánchez. Aquella pieza de Cela, sarcástica y repleta de hallazgos costumbristas, reprochaba al franquismo haber liquidado, tras siglos de ejercicio en nuestras tierras, a las que denominaba, pelín pitorreo, «profesionales de la ternura», las mujeres que lo daban todo y «sólo» requerían un dinerete a cambio.

Decía Cela, que de esto parecía saber algo, que estas animosas trabajadoras del amor ni te preguntaban de dónde venías, ni te conocían cuando se topaban contigo bebiendo un batido en la cafetería más cercana. Eran, en los momentos históricos que describo, unas personas absolutamente vigiladas por la sanidad imperante, de forma que, en su opinión, si algún cliente quedaba afectado por las innombrables «venéreas» (ésas que se trataban vergonzantemente en la Puerta del Sol de Madrid) era más culpa del dador que de la receptora. El bicho lo traían de fábrica. Hablaba de más cosas Cela, una vez, y tras una entrevista que hizo fortuna en Televisión Española (perdón por la autocita) le pregunté por su insistencia en asuntos relacionados precisamente con sus colipoterras, y me contestó de esta guisa: «¿Usted cree que si este oficio fuera perjudicial para la subsistencia de la humanidad hubiera durado tanto?». Me dejó sin respuesta.

Han pasado los años, las rabizas siguen, pero disfrazadas en la élite como acompañantes (tienen un nombre en inglés, pero no me da la gana recogerlo) y el progresismo chisgarabís actual ha pretendido, desde que el sujeto que nos gobierna ‘okupa’ el poder, eliminarlas de la circulación, abolir su menester como si ello fuera tan fácil como acogotar ratas, cosa por cierto que ya no se puede intentar porque te llevan inmediatamente a Soto del Real. Y es que -esto lo escribía Francisco Umbral no sé si hablando del tema- mientras haya necesidad hay mercado. Las putas -va siendo hora de que las llamemos así- guardan para las Belarras de pitiminí peor consideración social que, por ejemplo, las terroristas a las que ellas quieren sacar de la cárcel a empujones y festejos pueblerinos.

Recientemente, he escuchado cómo en el Parlamento español, esa franquicia de la que parece existir en Zimbabue, una desmelenada diputada del Grupo Socialista llamaba poco menos que «asesinos de la carne» a los usuarios, compulsivos o no, de los servicios sexuales. Ocurría esto en los mismos días que el gran sectario del socialismo ramplón, Santos Cerdán (ser chófer de Sánchez es su dedicación más conocida) intentaba convencer a su cómplice partidista, el Tito Berni, de que devolviera el escaño porque le habían trincado con el carrito del helado viajando hasta el permisivo local que en el barrio de El Viso de Madrid atiende por Sombras. O sea, no es que el tal Santos Cerdán fuera acometido por un repentino ataque de rigurosa moral; no, es que él había recibido la orden de su preboste Sánchez de atajar (verbo de Patxi López) el pernicioso episodio, no fuera a ser que arrastrara, como ha sucedido, a todo el partido. Conviene recordar para conocimiento del público en general que este Cerdán es el ariete de la coyunda que el PSOE tiene establecida en Navarra con los sucesores más abyectos del terrorismo etarra, Bildu. «Putas no, terroristas sí» podría ser el lema de vida de este sujeto.

Para el instante que nos ocupa este dogma podría transformarse en esto: ahora mismo son soldados del abolicionismo puteril a las cinco de la tarde en el Pleno del Congreso para, tres o cuatro horas más tarde, irse a retozar al lupanar más exquisito. No se trata de una especulación arbitraria: es lo que, según se ha sabido, hizo exactamente el Tito Berni, tito suena muy castizo, apenas pronunciarse con su voto en contra de las rabizas que tanto placer le deparan a él y a sus convidados, sean estos empresarios o compañeros de bancada. Mayor carga de cinismo no se ha visto.

Ahora resulta que, dada la cutrez del escándalo que nos atribula, hay que emprenderla con el lado más débil, con las actuales «profesionales de la ternura», pero los manipuladores han pinchado en hueso; resulta que éstas ya no son las pobres chicas analfabetas que hace decenios aparcaban en las capitales para ganarse el sustento, éstas de Sombras, y otros locales de alterne, también pisos en la plaza de España, son maestras en llenar sus cuentas con las aportaciones voluntarias de rijosos como el tal Bernardo. Frecuentan los mismos sitios, restaurantes de a sesenta euros, y están protegidas por el medio ambiente hipócrita del país. Como Cela, saben que terminar con ellas no se va a poder del todo, por más que unos mastuerzos socialistas, investidos de un rigor ético que no les cuadra nada, pretendan devolverlas a las catacumbas de lo incógnito y prohibido.

Los protagonistas de este escándalo monumental que estamos soportando sin que a Pedro Sánchez se le mueva el peinado con tanta laca, no son las izas, rabizas y las colipoterras, son los corruptos que incluyen en el paquete del cohecho la visita al campo de juego donde ejercen, con maestría renovada, según dicen, estas nuevas acompañantes que ahora mismo se están riendo de los imbéciles de sus paganos porque encima les han grabado en pelota picada. Ya verán como en breves horas, el Gobierno social-leninista la emprende con las actrices de la dedicación más antigua del universo, apostarán por su laminación porque al final -ya lo comprobarán- van a resultar las culpables de que sobornadores y sobornados sean sólo unas víctimas del atractivo letal de las meretrices. Ya le estamos oyendo al depauperado Bolaños proclamar: «Las putas son las culpables». La verdad, Cela podría tener razón: son sólo las costaleras de los vicios ajenos. Hay que cuidarlas, exigía nuestro Premio Nobel.

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