Historias de Barcelona (V)

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Me lo temía: Inmaculada Colau tiene un modelo para Barcelona. Qué desagradable noticia. Algunos comentaristas (yo mismo) han puesto el acento en las estrechas facultades intelectuales de la señora. Ya no lo considero importante: en lo pernicioso de su gestión municipal se mezcla indolencia y demagogia. Y seguiría siendo así aunque estudiara (¡por fin!) en Eton. ¿Qué habríamos de esperar de una activista con la vara de mando de la segunda urbe de España y un salario de casta política? Por ser noticioso: entre otras importantísimas y urgentes cosas, acudió a una clínica privada a retocarse. Pero, sin abandonar nunca el romanticismo de pancarta que la hace tan popular entre su electorado populista, arengó a los trabajadores de Nissan. Bañito de masas para no olvidar el pasado vocinglero. Los sectores productivos de la Ciudad Condal la aborrecen, esos fascistas.

Su modelo es la República Popular en Bicicleta. Más o menos recuerda a los paraísos marxista-leninistas de postguerra, si bien aquellos líderes leían a Gorki y a Cervantes. La Tirana de Hoxha, los obreros en bici, la ecológica plaza Skanderbeg sin autos. Un sueño, o paradigma, implementado con nocturnidad y alevosía (¿democracia para qué?) mientras permanecíamos confinados. Calles cortadas, bolardos en vías importantes y una total impunidad para ciclistas y patinadores, que, además de calles, invaden aceras. El peatón es hoy un insólito lumpen, atenazado por el régimen nuevo. De la ciudad de los prodigios a la ciudad idiota, así se escribe la historia.

Pero todo régimen impúdico encuentra su resistencia. Y los barceloneses, no obstante, seguimos siendo espíritus dionisíacos, dos mil años nos contemplan. Existen aún orgiásticos lugares donde resistir. Unos inmorales, otros igualmente burgueses. Es el caso del restaurante Bonanova, sito por allí arriba, donde la ciudad escala hacia el Sagrado Corazón de Jesús, Tibidabo. A menudo, con los restaurantes pasa como con las relaciones humanas y tecnológicas, al cabo del tiempo comienzan a salir aristas. No me ha ocurrido así, todavía, con el local de Adolfo y Carlos Herrero. Ofrece un bogavante imperial, azul borbónico que torna rojo al calor del fuego hispano, ardemos marmitones desde Felipe V, también Colau. Tradición familiar, primoroso cuidado de la cocina de mercado, los Herrero han comprado recientemente una isla de cocina que es como el Bugatti de esos quehaceres. Formidable cosa, instrumento de acero con el que imprimir conocimiento y gusto, al fin cultura golosa, notable en el Bonanova. 

Post scriptum: El lunes vi un documental en Televisión Española sobre Ángel Pawlowsky (Rivera, Argentina, 1941), artista del espectáculo barcelonés ya retirado. Por ahí aparecieron Colita y Núria Ribó hablando de aquella Barcelona, compendio de gente extraordinaria, única y tal. El cuento barcelonés de siempre, la gauche divine de Sagarra, el Bocaccio y demás. Me calenté una miaja, y por aliviarme en la certeza llamé a una señora de Muntaner, muy vivida. Amiga de sus amigas -incluyo al sexo masculino-, le pregunté qué le parecía el documental: “¡Ay, qué gracia, el Pawlowsky! Pero cuánta imaginación!”

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