¡Hay que destrozar el progresismo!

¡Hay que destrozar el progresismo!

Ya pronostiqué hace tiempo que la victoria de Biden en las elecciones americanas nos traería días de gloria. En lo que respecta a la agenda social que venera Sánchez, el presidente senil de Estados Unidos está cautivo del programa progresista de su número dos Kamala Harris, de la notoria sección radical del Partido Demócrata y de los movimientos identitarios y alternativos contrarios a su confesión católica que promueven entre otras cosas el aborto hasta el último día de la concepción. Está entregado a lo políticamente correcto, que denuesta el hecho incontestable de la biología y el imperio del sentido común. La especialidad de Biden es la política exterior, y en esto hay que decir que no ha estropeado todo lo bueno que hizo Trump y que ha enmendado algunos de los errores cometidos por él como la innecesaria beligerancia con los europeos.

De economía, sin embargo, entiende poco. Y los que saben y lo acompañan parecen haber perdido la orientación. Su programa de expansión monetaria y fiscal, útil para combatir la crisis, es a medio plazo una amenaza para el modo americano de vivir, el llamado ‘american way of life’.  Para la forma tradicional de comportarse durante el éxito y sobre todo ante la adversidad. Esta semana he almorzado con un empresario español que tiene una fábrica en Indiana. Me dice: “Tenemos un problema muy grave. No encontramos operarios para contratar, y a todo el mundo en esta zona le está pasando lo mismo. Prefieren quedarse en casa cobrando el subsidio. Es de locos. Tenemos nuevos pedidos y no sabemos cómo los vamos a fabricar. Esto es el socialismo. Crear una fábrica de parásitos dependientes del maná del Estado”.

No crean que Biden está incómodo con la situación. Algunos economistas desquiciados, entre ellos el premio Nobel Paul Krugman, lo alientan a diario. Para ellos la teoría del goteo, según la cual si crecen los ingresos de los ricos esto tendrá, como la lluvia fina, una repercusión positiva sobre el bienestar de los demás, no funciona. En segundo lugar, para estos chicos no es cierto que haya escasez de trabajadores como dice mi amigo -y no hay nadie mejor que él que para certificarlo incontestablemente- sino que la escasez es de trabajadores bien pagados. En una reciente intervención, Biden lanzó este gran eslogan a los hombres de negocio que se quejan, un eslogan que debería esculpirse en mármol: “Páguenles más”. “Vais a tener que competir y empezar a pagar a los trabajadores un salario decente”. ¿Se puede ser más estúpido?

Los empresarios pagan a los trabajadores en relación con el valor añadido que aportan a la compañía, los retribuyen en relación con su productividad -que es el resultado de su formación, de sus capacidades, de sus aptitudes, de su desempeño-. El salario, como todo en la vida, es una cuestión de oferta y de demanda. Si los empresarios no encuentran trabajadores al precio que les parece el idóneo procurarán subirlo a fin de obtener la mano de obra precisa para continuar produciendo. Si no, cerrarán, porque no les compensa. Y punto. No se preocupe Biden por esta cuestión.

Pero con lo que no cuentan los empresarios es con una competencia desleal. No cuentan con que los subsidios del Estado, que sufragan todos los contribuyentes, sean tan altos como para romper la cadena de incentivos que empuja a los ciudadanos a buscar un empleo. Esto es simple y llanamente juego sucio y no hay duda de que perjudicará el normal desenvolvimiento de la economía, al tiempo que conducirá a las personas a instalarse en la molicie y la dependencia de por vida.

Sucede igual con la decisión de aumentar el salario mínimo a niveles superiores a la remuneración correspondiente con la cualificación y la capacidad de aportar valor añadido de los trabajadores. Y lo mismo ocurrirá si se impide a las empresas despedir -como desea en España la ministra comunista de Trabajo Yolanda Díaz- y ajustar sus plantillas a las necesidades de la producción. O si se promueve una reforma laboral de tintes marxistas en la que las compañías ya no serán dirigidas por el empresario, que es el que aporta la idea y el capital -junto al resto de los accionistas- sino por los sindicatos, en este caso los españoles, que jamás han contemplado la empresa como una tarea común sino como una plaza pública en la que desarrollar la pugna dialéctica suicida entre capital y trabajo.

La llegada de Biden a la Casa Blanca ha traído otras consecuencias nefastas como la apuesta por subir los impuestos a las empresas. La tesis sostiene que es preciso aumentar la contribución de las sociedades y de los más pudientes para paliar la grave crisis social causada por la pandemia, como si aquellos ya no pagaran más de la cuenta en sistemas tributarios progresivos ni tuvieran un modo de comportamiento económico que supone un ahorro colosal para la Hacienda común, ya que no consumen bienes públicos -tienen seguros sanitarios privados, no usan el transporte colectivo, llevan sus hijos a colegios privados”-, y albergan una predisposición a la inversión y a la creación de empleo muy superior a la de la gente corriente.

El caso es que los países ricos parecen conjurados para impedir la competencia fiscal entre estados, algo que resultará especialmente doloroso para los más pobres, que dependen de la atracción de la inversión extranjera para su desarrollo y para los que los recortes de impuestos son un método eficaz de cara a lograr su objetivo. Lo contrario, lo que pretenden Biden y los países desarrollados, lo que ha decretado la progresía internacional es lisamente proteccionismo y no es defendible ni en términos económicos ni sobre todo morales.

La inversión internacional no es una cuestión de suma cero, en la que lo que unos se llevan es a costa de los demás. Los flujos no sólo dependen de la fiscalidad sino también de la regulación, del sistema judicial, de la seguridad, de la estabilidad política. Cada país tiene el deber de elegir el modelo fiscal más coherente con sus intereses. No hay duda de que si tiene éxito otros lo imitarán, salvo que pase como en España, donde los torpes, los maledicentes e incluso los corruptos han sellado una alianza con el Gobierno de Sánchez para penalizar a los mejores.

Me refiero naturalmente a Madrid. La Comunidad tiene planes fiscales con una propuesta de rebaja del Impuesto de la Renta que será muy beneficiosas para la mayoría, incluidas las clases bajas, que ya gozan en nuestro país, en relación con el resto de los estados desarrollados, de una carga tributaria absolutamente modesta. Los progresistas de la nación dicen que esto es una estrategia “ultraliberal”, Sánchez y la comunista Díaz que va en contra de la agenda de Biden, del Papa -como Si Francisco albergara alguna clase de infalibilidad sobre la economía- y del resto del mundo. ¡Bienvenida sea! Yo le aconsejaría a Ayuso “pues más madera”, vamos a quemar las naves, vamos a derrotar a este clan compuesto por todos los necios del planeta.

Y vamos a tomar además impulso para reforzar el ultraliberalismo y derrotar al menos a los progresistas del lugar, es decir a los reaccionarios domésticos y todas sus iniciativas adoptadas en relación con las costumbres y la vida social: la ley Trans, que ataca de lleno la naturaleza humana y establece derechos completamente inexistentes, la ley del aborto, la de la eutanasia, y todos los demás intentos por vulnerar el orden natural y contrariar el sentido común que nos sitúan no entre los países más avanzados del mundo sino entre los más depravados. ¡Vamos con toda la fuerza de que seamos capaces contra ellos!, propongo modestamente.

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