La gran mentira del nacionalismo
Casualidades de la vida, escribo esta reflexión un 10 de marzo de 2017. Justo cuando hace 564 años que nació en Sos, Zaragoza, ESPAÑA, Fernando III, rey de Aragón, conocido históricamente como Fernando el Católico, esposo de la reina Isabel I de Castilla y bajo cuyo reinado sobre las dos coronas surgió una de las naciones más antiguas del mundo, una nación de la cual me siento orgullo de pertenecer, con sus éxitos y sus fracasos, con sus luces y sus sombras. Hace escasamente 30 días, la televisión pública vasca —“pública” significa que la pagamos todos los españoles— emitió un programa en “clave de humor” donde algunos vascos definían a los españoles con varios prototipos. Entre otros, los de “fachas”, “paletos”, “chonis” e incluso “progres” —según lo definían, serían aquellos que, más leídos y cultos, tradicionalmente votan al PSOE—. Cierto participante de semejante vodevil se atrevió a vomitar que, disculpen la escatología, escuchar el himno nacional “le da cagalera y ganas de potar”. Pues a todos ellos, convencido como estoy de que son pocos, sólo indicarles que me siento orgulloso de ser español.
Me siento orgulloso porque cerca de 600 millones de personas en todo el mundo hablan español, un 8% de la población mundial y donde 500 millones tienen el español como lengua materna, el segundo idioma más hablado del mundo después del chino mandarín. Nuestro patrimonio cultural nos hace ser el tercer país del mundo en el ranking de la Unesco, con una rica historia en común y una admirada potencia artística con los mejores y más valiosos museos del mundo. En este país de “chonis” y “paletos”, la sanidad española se encuentra entre las más valoradas del mundo por su calidad y universalidad. Nuestros médicos y profesionales sanitarios —también vascos— son mundialmente reconocidos y demandados. De ahí que me sienta orgulloso y emocionado al saber que nuestra nación es referencia mundial en materia de trasplantes, una de las mayores muestras de gratitud y solidaridad que existen.
Pero mirando a nuestro pasado común, me siento orgulloso de personajes como Juan Sebastián Elcano o Blas de Lezo, ambos españoles y vascos. Me llena de orgullo que el primero, de Guetaria, fuera el marino español que completó la primera vuelta a la Tierra en la Expedición de Magallanes-Elcano mientras que el segundo, nacido en Pasajes, almirante español que, cojo, manco y tuerto en el fragor del combate, consiguiera resistir en Cartagena de Indias el ataque de la segunda flota más grande de la historia, la inglesa, con 195 buques, frente a solo seis navíos españoles. Me siento orgulloso de Ramiro de Maeztu, vitoriano, el gran defensor de la hispanidad, aquel que dijo a sus verdugos, antes de morir: “Vosotros no sabéis por qué me matáis. Yo sí sé por lo que muero: ¡Para que vuestros hijos sean mejores que vosotros!».
Y de Unamuno, que proverbialmente manifestó “sean, pues, aquí mis últimas palabras, mientras me preparo a pensar cómo pueda españolizarse a Europa, que nada digno de ser probado puede ni probarse ni desaprobarse”. Ni se trata de un programa de humor ni fue un programa “más” de la televisión pública vasca. Es un eslabón, zafio, vulgar y tosco que trata de seguir horadando en un inexistente conflicto que nuestra historia común ha demostrado falso. Busca de manera ilusa prolongar una confrontación entre dos presuntos e inexistentes nacionalismos. El falso y ficticio construido sobre el odio, la exclusión y el enfrentamiento y el que encarna a la totalidad de aquellos que forjaron nuestra historia, el que representa a la generalidad de un pueblo orgulloso y sacrificado, forjador de hitos históricos que nos han hecho ser vanguardia y reflexión. No se trata sólo de un simple programa de televisión. Se trata de un proceso y de una moribunda y estéril estrategia. Que razone cada ciudadano vasco desde su interior. Que tenga claro que “a una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre”. No lo digo yo, lo dijo Pío Baroja, español, escritor y pensador nacido en San Sebastián, España.