Genocidios sin importancia

Genocidios

Para mí, la clave de la polarización, lo que subyace bajo toda esta neurosis que vivimos, es y siempre ha sido el aborto. Lo mismo que a la hora de evaluar la catadura moral e intelectual de una sociedad y su nivel de evolución o involución, como todo lo que respecta a la protección y promoción de las mujeres y de la vida.

Y es curioso: las mismas personas que dramatizan (y bien que hacen, aunque no me las creo) el genocidio palestino, son las que minimizan el genocidio (muchísimo mayor) prenatal.

A pesar del cambio de hora no me canso de repetirlo: ¡Detrás de la superioridad moral siempre se esconde lo peor! ¡Qué poco se ha leído a Nietzsche (el más coherente y sinvergüenza, en el buen sentido, de los pensadores ateos) en este mundo! Y lo lamento, porque miren, soplar y sorber, no puede ser. Véase Biden, entre otros muchos inválidos intelectuales.

La banalidad del mal es un concepto acuñado por la filósofa Hannah Arendt para describir cómo un sistema político puede trivializar el exterminio de seres humanos cuando se realiza como un procedimiento burocrático o como un derecho donde no existen consecuencias éticas ni morales. Porque aquí, lo que está en juego, además de que las mujeres (y parejas) nos llevemos un mal ratito o nos pongamos colorados, es la vida de millones de seres humanos abortados impunemente, por año, a pesar de que abundan métodos anticonceptivos perfectamente conocidos.

Nuestro Gobierno, que normaliza la eliminación de un bebé pero se ofende si se atiza un escobazo a una rata en la cocina, lo defiende y celebra como el más elevado de los derechos progresistas. Hay que puntualizar que en la Esparta clásica eran más progres: allí se podían arrojar los niños ya nacidos al mar cuando daban la lata a sus padres.

Pero volvamos a abril 2024, donde la moral quiere ser estadística, es decir, lo que prefiera la mayoría; por lo tanto, lo más fácil, lo más cómodo y lo más barato… Y donde los políticos se conducen a rebufo y no en contra de sus dictámenes. Por supuesto, permitir la vida de ese niño (y darlo en adopción, por ejemplo) es engorroso… Y trae consigo muchas más gestiones que un aborto. ¡Disculpen! ¡Salud reproductiva!

Quedamos en que los principios básicos del feminismo son la justicia para todos y la oposición a la violencia y la discriminación, ¿no? El aborto va en contra de los tres y oculta un machismo despiadado, ejercido alegremente por las feministas de no sé qué artes.

Puedo comprender perfectamente que alguien aborte, buena parte de mis conocidas (y conocidos) lo han hecho, conozco ese traje nuevo del emperador a lo que llamamos ética (ese ligerísimo barniz de virtud e integridad que se despinta en cuanto nuestra comodidad o egoísmo se ven en jaque). No lo juzgo. Pero lo que no comprendo y me asusta (aunque también me da la risa) es la frivolidad máxima con la que se realiza, se asume y se vende semejante atrocidad.

La conversación social al respecto me produce un indescriptible malestar, y no por el lado sanguinario del asunto, que es una verdadera carnicería, como sabemos los que no evitamos la realidad. Sino, repito, por su inconsciencia. Por su candidez extrema y su asqueroso desconocimiento de lo que hablamos en realidad.

Si mis hijas o hijos planearan un aborto, les explicaría que no es un derecho porque, de hecho, lo es la preservación de esa vida que está siendo cuestionada.

Si mis hijas quisieran abortar les explicaría que no es solidario, sino todo lo contrario, porque no apoya a la mujer embarazada, ni respalda su situación, ni, desde luego, defiende la vida que lleva dentro. Frente a los valores de esperanza, fuerza, compromiso, generosidad, paz, paciencia, coraje y amor que procuro enseñar a mis hijos desde que nacieron, los partidarios del aborto transmiten conceptos puramente egoístas: mi cuerpo, mi comodidad, mi vida… yo, mi, me, conmigo, además de miedo, pesimismo, desaliento, liviandad, desaprensión y en definitiva banalidad.

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