La faceta grotesca de Sánchez como gestor económico

Pedro Sánchez
La faceta grotesca de Sánchez como gestor económico

Ya estábamos al cabo de la osadía del presidente Sánchez para destrozar las instituciones, modelar el país según los requerimientos y caprichos de los aliados que lo sostienen en La Moncloa, así como acabar con los contrapesos imprescindibles para ejercer el poder de acuerdo con los cánones democráticos. Todo esto forma parte de la política, entendida en el peor sentido de la palabra, y Sánchez quería tener arreglado el desaguisado para finales del año pasado con el objetivo de centrarse en 2023 en preparar las elecciones municipales y autonómicas, más luego las generales, presidencia europea mediante. No ha podido ser del todo. Le queda el asalto definitivo al poder judicial y en ello andará sin tregua ni descanso este mes de enero.

Pero lo que ni siquiera podía sospechar en caso alguno es que el presidente pretenda enfocar este periodo y encarar los comicios como un gran gestor de los asuntos económicos. Hasta ahora, este venía siendo un territorio propiedad en exclusiva del Partido Popular, al que cada vez que ha alcanzado el Gobierno le ha tocado arreglar los destrozos causados invariablemente por el socialismo, como el taller de reparaciones recurrente de la nación, al punto de que, por desgracia, se ha olvidado sistemáticamente de combatir las leyes educativas, memorialísticas y de género con las que ha ahondado la división social y la discordia civil. Pero en eso está el presidente. En anunciarse, también, como gran estadista económico. No es un chiste, es un intento sencillamente grotesco.

A la hora de analizar la marcha de un país habría que determinar con claridad si crece o, por el contrario, la actividad es marchita. Y en el caso de que crezca, si lo hace equilibradamente o asediado por riesgos de cualquier índole. Según Sánchez, 2022 ha sido un año memorable. Pero no es verdad. Puede que el PIB haya crecido en torno a un 5%, pero lo relevante es preguntarse por el dinamismo real que ofrece en estos momentos, por el nervio que demuestra. Todo lo demás es un mero espejismo estadístico. Y desde este punto de vista, lo cierto es que la tasa de crecimiento del tercer trimestre del año pasado fue del 0,1%, sin que se espere que haya sido superior en el último tramo o que vaya a ser más intenso en los primeros meses de 2023.

Sánchez saca pecho porque España ha registrado en 2023 la tasa de inflación más baja de la Unión Europea -un 5,6%- pero oculta deliberadamente que el índice subyacente -que descuenta los alimentos más volátiles como la alimentación y la energía- roza el 7%, una situación anómala que no se produce en ningún otro miembro de la zona euro, y que tiene una trascendencia difícil de exagerar, pues estamos hablando de la inflación estructural, la que importa, la que se sostiene en el tiempo, la que marca un punto de resistencia granítico que anuncia nuevas dificultades a lo largo de este ejercicio.

Los socialistas dicen que el mercado laboral se ha comportado de manera robusta, pero el número de afiliaciones a la Seguridad Social en diciembre ha sido el más bajo desde 2012. Como el empleo es siempre un indicador retrasado en relación con la actividad, los augurios invitan claramente al pesimismo. Tenemos más número de contrataciones que nunca, pero el colectivo de los trabajadores fijos discontinuos ha alcanzado niveles inéditos, distorsionando la imagen real del mercado, pues estas personas, en el periodo en que están inactivas, no se consideran parados aunque cobran el subsidio, castigando las cuentas del Estado. También somos el país con el déficit estructural más alto y con una deuda pública entre las más elevadas de nuestros socios.

¿Y cuál el grado de confort del que disfrutan los ciudadanos? Realmente pésimo. Sin discusión. Penan con una inflación que en el caso de los alimentos ronda el 15%, padecen el mayor esfuerzo fiscal de Europa -en términos de renta per cápita- y ya sufren directamente las dolorosas consecuencias del aumento de los tipos de interés del Banco Central Europeo, en términos de hipotecas más caras, así como las empresas en lo que se refiere al acceso a la financiación necesaria para sostener con vida el negocio.

Y todo esto se sucede en un ambiente enrarecido por las subidas indiscriminadas de impuestos dictadas por el Gobierno contra las unidades productivas de riqueza, mientras el Estado registra un aumento escandaloso de los ingresos gracias a la inflación -que se niega rotundamente a descontar del Impuesto de la Renta, privando a los ciudadanos de la única medida de auténtico carácter social o solidario-, que le están permitiendo regar de subvenciones y ayudas a los colectivos más susceptibles de entregar su voto a cambio de un plato de lentejas.

No. Ni España va bien, ni este Gobierno, que es hasta incapaz de usar eficientemente los cuantiosos fondos europeos, es ejemplo de gestión económica, ni Sánchez pasará a la historia por haber promovido la actividad económica, la sanidad de las cuentas públicas, el empleo regular de los trabajadores o el fomento del espíritu empresarial -ese del que nace la creación de puestos de trabajo-. En su lagar, ha enlodado al país en la inseguridad jurídica, expulsando la inversión doméstica y disuadiendo la llegada de capital exterior.

¿Cómo es posible que un político que sostiene un enfrentamiento abierto con los empresarios, que ha puesto en el punto de mira a la banca, que castiga a las sociedades energéticas, que grava miserablemente a los autónomos, que altera a discreción las reglas del juego, que favorece arbitrariamente a las compañías adictas, que interviene los órganos reguladores, que detesta a la prensa crítica y libre, y que está entregado a los sindicatos venales puede presentarse como el protagonista de lo que considera cómicamente el renacimiento económico de una nación inerme, bien dependiente de la subvención pública, bien sodomizada por el Estado? Por una sencilla razón. Porque no conoce límites. Porque es políticamente lo más parecido a un monstruo.

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