ETA es lo que era
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Francisco Tomás y Valiente fue jurista, historiador, escritor y presidente del Tribunal Constitucional hasta su asesinato en 1996. Luis Portero era fiscal hasta el atentado que acabó con su vida. Joseba Pagazaurtundúa, agente de la Policía Local de Andoain tiroteado a bocajarro en cabeza, hombro y estómago, en 2003. Miguel Ángel Blanco, concejal en Ermua hasta su secuestro en julio de 1997 y ejecución tres días después. José María Ryan Estrada, Melitón Manzanas, María Begoña Urroz Ibarrola, Ernest Lluch, Diego Salvá, Isaías Carrasco, José María Korta, Carlos Sáenz de Tejada, Miriam Barrera Alcaraz, Esther Barrera Alcaraz, Dorotea Fetiz, Paz Armiño, Mercedes Moreno, Silvia Ballarín, Teresa Daza, Consuelo Ortega, Gregorio Ordóñez, Milagros Amez, Bárbara Serrer, Sonia Cabrerizo, Silvia Vicente… y así hasta 829 personas que eran y estaban hasta que ETA los mató en sus 43 años de terrorismo.
ETA es lo que era y lo que es. Una secta que nació para amputar una parte del territorio español y proclamar un Estado vasco fundado sobre la consigna de la pureza racial y los postulados de la extrema izquierda. Saben que el papel lo aguanta todo y que los pactos casi nunca atienden a la prioridad de lo correcto, sino al interés de los que pactan y por eso —lo que ahora llama por carta— la “disolución de todas sus estructuras” significa que la banda anuncia su final, pero mantiene a sus miembros en la lucha por otras vías. Bildu en las instituciones y Otegi de portavoz mediático autorizado.
ETA claudica porque quiere legitimar sus asesinatos. No deja de matar gratis. No renuncia generosamente al acercamiento ni a la libertad de los presos. No se resigna a gozar de impunidad judicial para sus crímenes no resueltos. No plantea por casualidad el blanqueamiento de los dirigentes de su núcleo duro. Ni muchísimo menos anhela la “paz social” de un pueblo que nunca estuvo en guerra sino masacrado. ETA busca algo todavía más perverso y oscuro, pero muy concreto, dar sentido al asesinato de inocentes, justificar que sus muertes tenían una razón de ser política. Por eso, en su comunicado de disolución pide perdón sin demostrar arrepentimiento, sigue hablando de “conflicto” y significa la superación del mismo sin “vencedores ni vencidos”. Y, además, lo hace esputando su relato como propaganda macabra en el teatrillo donde lleva años alargando la escena de su disolución. La enésima pantomima publicitaria para alimentar su ego y las ansias de protagonismo frente a su irrelevancia.
Que haga lo que quiera, pero que no nos lo venda como un favor ni como un cutre gesto de buena voluntad. Llegados a este punto la obligación del Estado español —humana y moralmente exigible— es perpetuar que ETA fue (y es) una organización terrorista sin paliativos. Una estructura armada preparada para matar, una máquina de triturar carne de inocentes, un proyecto diseñado para la asfixia de las libertades democráticas al sueldo del nacionalismo independentista radical. Y eso no puede olvidarse, ni maquillarse, ni edulcorarse, ni reescribirse. Tiene que permanecer tatuado para siempre en la conciencia individual y colectiva de los ciudadanos. Mayores, jóvenes, presentes, futuros, propios y extraños. No por venganza sino por responsabilidad, honor y respeto. Primero, y por encima de cualquier otro, a los muertos, lisiados, amenazados, secuestrados, extorsionados, acosados, perseguidos, insultados, desterrados y sus familias. Pero también por dignidad a nosotros mismos, a todos los españoles, sin excepción, que de uno u otro modo los hemos padecido. A los que perdimos el miedo y lo gritamos hasta quedarnos afónicos. ¡Basta ya!