Esperando a Michelle

Esperando a Michelle

La era Obama acabó en puntos suspensivos, como esas obras de imaginación larga y trazo corto en la que el lector acaba escribiendo ese final que el autor no es capaz de continuar. El discurso de Chicago cierra un mandato atípico en las formas e histórico por el fondo de su legado. Una intervención de acciones y apelaciones, didáctica en las enseñanzas y valores a transmitir e inmortal por lo que significó. Pase lo que pase, aunque el realitysmo histriónico de Trump nos mantenga entretenidos varios años, nadie negará que habrá un antes y un después del 45 presidente de los Estados Unidos. Su oratoria recauchutada ha cautivado, y lo seguirá haciendo, a generaciones enteras, que han visto en ese negro con swim a un político de raza que se ha tirado ocho años sin hablar de ella, un marido ejemplar que se definía a través de su mujer Michelle, un diplomático del buen rollo que pretendía cambiar el mundo a base de eslóganes poderosos y teleprompter trabajados. Pero, sobre todo, a un comunicador sin parangón que ha replanteado la necesidad de que todo dirigente político tiene por cuidar y trabajar su lenguaje y sus gestos, su vestimenta emocional y su contenido discursivo.

Porque Obama es un orador de afectos y de efectos. Capaz de humanizar tanto su alegato que ha hecho de la emoción un modo de vida y no un medio para ese fin de activismo social permanente que tanto gusta a sus seguidores. Personaliza sus mensajes hasta la saciedad, buscando el punto de encuentro que equilibre el postureo y la sinceridad, con la sonrisa blanca por bandera, con la mirada humedecida de unidad buscada. Es un magistral dominador de los tiempos del discurso, porque sabe que lo sentimental es más poderoso cuando el silencio determina la palabra.

Se va el hombre que hizo más comunicación política que política, que provocó más fotos que cambios. Supo sacar fruto de las nuevas herramientas que la tecnopolítica le proporcionaba, conformando ese mensaje multicanal que hizo de @POTUS la cuenta más molona del momento. Implantó la necesidad de acercarse al ciudadano como mantra de aplicación periódica, ayudado por la fotopolítica de Pete Souza, quien hizo de cada «robado» del presidente su mejor estrategia de venta personal y presidencial.

Obama nos deja un álbum de imágenes para la posteridad, confirmando lo que muchos hemos visto en él. Alguien cuyas ideas quedan mejor en un libro que en un parlamento, que crecen en el oído antes de diluirse en esa realidad a prueba de unicornios rosas. Supera la prueba de la cerveza, del vino y de todo contexto de aproximación en los que compartir momentos con él sería sin duda interesante, quizá hasta divertido. Pero un análisis de su mandato concluye que su legado, al margen de hagiógrafos oficiales y sobrevenidos, no será positivo si nos atenemos a las cifras —¡ay los números! siempre más poderosos en época de crisis que un buen claim repetido—. Se va con un déficit histórico y una deuda pública galopante, un incremento de las personas que dependen de lo público, sea de carácter asistencial o con cheques-comida, la mayor tasa de deportados de la historia y un desencanto de lo que pudo ser y no fue.

Si nos alejamos del ruido de su seductor envoltorio, veremos que Obama y sus formas políticas son las causantes del nuevo amanecer populista en el mundo. Su retórica hueca, políticamente sana y correcta, de amabilidad manifiesta, no tiene nada que hacer frente al mensaje duro, combativo, sincero y real del político antisistema, quien ha encontrado en la desazón de la crisis el germen de su victoria presente. Los tecnicismos de Obama, cuando la desindustrialización americana era un hecho y el desempleo consumía a estados en otro momento ricos, facilitaron que el deslenguado y soez de Trump acaudillara el nuevo movimiento rebelde de los aislados por los snob de Washington. Porque no hay más verdad que la del individuo que percibe una realidad concreta. Realidad que no necesita de más «yes, we can», sino de menos burbuja impostada. Yo, mientras tanto, sigo esperando a Michelle.

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