Española
Acabo de llegar de un crucero por los fiordos noruegos en el Celebrity Apex. En la travesía, he coincidido con varios catedráticos de Cultura Política y Diplomacia de diferentes nacionalidades, así como con empresarios, médicos cirujanos, ingenieros de telecomunicaciones y algún aristócrata europeo hijo del Tedio. La única española era yo. En las cenas, las conversaciones han sido inimaginablemente interesantes y enriquecedoras. Todos coincidíamos en que la filosofía es una cosa insoportable, pues ninguno queríamos que algún despistado nos aburriera con cuestiones de ética, estética, lógica o metafísica. Allí todos queríamos divertirnos y vivir, vivir con intensidad.
Entre el nutrido grupo que hemos formado, empaticé especialmente con un Vanderbilt hiperbólicamente vestido. Nuestra feroz sintonía fue inmediata. Comenzó nada más partir, al sentarse a mi lado en una de las terrazas exteriores y comentar antes incluso de presentarse: “Cuando Voltaire escribió su Ensayo sobre las costumbres, que dedicó a su famosa amiga madame du Chatelet, escandalizó por su atrevimiento acerca del origen de nuestra estructura social”. Mi respuesta le cautivó de inmediato: “¿Nuestra? Usted, por su aspecto, debe ser norteamericano. ¿Conoce mi nacionalidad?”. “Europa es un producto marcadamente diplomático”, afirmó mientras me miraba de soslayo, encendiendo su pipa. Comprendí rápido y sonreí.
La verdadera diplomacia requiere una política de encuentro, de contactos, de relaciones beneficiosas y positivas que buscan una superación armónica de los contrastes. En nuestro continente, como en todos, cada nación se delimita por su situación derivada de dos conceptos fundamentales. El primero es la patria, entendida como un pequeño ente individual. El segundo es el extranjero, es decir, lo extraño, lo ajeno. En el crucero, microcosmos que me sirve como metáfora del universo, yo era España. Mi amigo Vanderbilt, como el resto de pasajeros, representaba al extranjero. Comenzaba el juego diplomático y yo me sentía halagada de simbolizar a mi nación.
La moderna conciencia nacional es relativamente joven. Nació en el tránsito entre el XVIII y el XIX, en íntima conexión con el movimiento de reacción contra la Ilustración y el proceso de democratización que inició la Revolución Francesa. El eje en torno al que gira el concepto de nación es de difícil definición, pero, a grandes rasgos, podemos decir que es en torno a la raza, la geografía, el carácter o idiosincrasia de la población, el lenguaje o idioma y los intereses económicos comunes. Cuando tratamos estos aspectos en la última cena de mi mítica experiencia marítima, un ingeniero portugués casi me “abofetea” literariamente; así como una sueca a un noruego que jugó también con su superioridad genética. “¡Dejaros de fronteras naturales! Vais a lo que os conviene”, nos espetaron.
Tampoco es válida la explicación de una nación por su tradición, puesto que es al revés: son las tradiciones las que engendran una nación. En este punto del concepto, como yo era España en mi crucero, me hicieron bailar sevillanas –y las baile de rechupete, puesto que soy sevillana-; también me hicieron bailar jotas – y las bordé, gracias a que soy hija de una flamante zaragozana-; luego sonaron unas sardanas y ¡ay, me quisieron pillar!, pero no lo consiguieron. Cataluña es España y yo era España en mi aventura, así que bailé la sardana con un ritmo y una gracia insuperables. De tantos saltitos que di, me entró un poco de hipo. El aire del mar y el orgullo patrio me ayudaron a que se me pasara.
Cualquier cuerda puede unir unos haces de trigo, pero a los hombres sólo los mantiene unidos el afecto o el sentimiento. Si el sentimiento de ser español no es un orgullo y un lazo entre nosotros, que compartimos territorio, lenguaje, costumbres e intereses, es que existe una profunda patología. El sentimiento nacional debe ir unido al poder, entendiéndolo casi como fuerza espiritual. El verdadero poder no debe consistir en otra cosa que en atraer, sumar, aumentar. Nuestro país debe presumir y promover una diplomacia de encuentro, de coincidencia, de armonía, de respeto a las coyunturas de sus comunidades. Y si no, que me lo digan a mí que cuando el alemán me dijo “Sprechen Sie Deutsch?”, pensé por dentro: “¡Va por ti, Colau!”, y dije: “Ja, natürlich!”. Todo por España, española de pura cepa.