El entierro de Europa

Es lunes por la mañana. Europa llega al instituto jadeando, con los ojos brillantes, llenos de lágrimas. Ha pasado el fin de semana suspirando en la cama, aterrorizada por sus crueles pesadillas. Antes de salir de casa, su madre, Francia, ha tratado de calmar las ansiedades de su hija. Sabe que están poniendo a prueba sus límites. Toda la familia vive alerta por las amenazas, mientras la joven se limita a observar su desgracia como un espectador a punto de entrar en el pozo de la demencia. «Ve tranquila, hija, hoy volveré a hablar con la directora. Seguro que está vez toma cartas en el asunto. Naciones Unidas es una mujer con sustancia, tejerá nuevas alianzas».
El motivo de tanto drama es la llegada al instituto de un nuevo alumno. Un chico rubio, con un aire de provocación y de majestad que infunde reverencia en todo el que se atreve a acercársele. Conocido por sus miradas de desprecio, el bellísimo Trump es una especie de ángel caído de la escuela miltoniana, que mezcla ciertos rasgos teñidos de melancolía -por un pasado mejor- con un heroísmo embriagador. Es un vampiro encantador y terrible, que lanza sobre sus víctimas su mirada magnética, hipnotizándolas hasta extenuarlas. Está enamorado de una tigresa hambrienta, que se abalanzó sobre él rugiendo la promesa del terror como método para alcanzar la felicidad: Putina.
Trump y Putina conforman la pareja popular de instituto. Han pasado el fin de semana de fiesta en fiesta, regalando su presencia. Pero, sin duda, el mejor momento para ellos ha sido un baño al atardecer en la casa de Putina. Una gran X en la puerta avisaba de que lo que allí iba a suceder estaba prohibido para el resto de los mortales. «Tienes un gran corazón, Putina, sólo que no lo muestras», le susurraba Trump a su víctima, mientras le acariciaba los senos con las manos llenas de espuma. Las velas se iban consumiendo, emitiendo un olor afrodisiaco. Tejían los hilos para seguir atacando a Europa. Su nobleza histórica, su arte, su belleza y su solidez les parecían un lastre para conseguir sus ambiciones adolescentes.
«Esta semana fingiremos su entierro durante el recreo», propuso Putina entre risas cínicas. «Eres una genia, tu delirio ardiente me fascina», contestó el rubio americano. En ese momento, entró su colega Musk vestido de camarera, para ver si podía unirse a la fiesta. Dejando la bandeja en el suelo, comenzó a quitarse el delantal. Miraba fijamente el agua templada llena de espuma y pétalos de rosas, buscando información sobre los cuerpos de la idílica pareja. De pronto, muy serio, se dirigió a Trump: «Mi cabeza por tus caricias, eso quieres, ¿no?». La locura se apoderó de la escena. Las risas perversas se oían en toda la exclusiva urbanización: «Ja, ja, ja. ¡Al fin!, ¡esto es la verdadera pasión!».
Europa, a pesar de sus miedos y su aparente debilidad, juega con otras ventajas. Sin embargo, se siente demasiado insegura, resquebrajada y vulnerable como para enfrentarse a sus acosadores. Empieza el lunes con cierta serenidad, aún no sabe lo que le espera en el recreo: la burla de todo un mundo. Tiene motivos para estar preocupada. Su madre ha ido a hablar con la directora. Efectivamente, Naciones Unidas ha mostrado interés en este caso de bullying, pero es perfectamente incapaz de gestionarlo. Trump tiene esa mañana una erección en el cerebro, Putina ha amanecido con sus nervios de fiera tensionados. Lleva ligas rojas sobre larguísimas medias negras.
En medio del recreo, se oye un grito ahogado, casi imperceptible. Flota un olor a piel estremecida. Europa sabe que su genealogía es fuerte, que su linaje ha sido siempre difícil de derribar. Aguanta la humillación, mira cómo vulneran sus derechos con dignidad heredada. Observa a sus acosadores con el mismo desprecio que temor. Han creado una performance perfecta: una escultura de cera a su imagen y semejanza es transportada en un ataúd abierto por el patio del instituto. Un séquito de falsos rostros sigue al féretro: un par de tiroleses, un par de toreros, ropas bizantinas, máscaras venecianas, bordados ucranianos. Un viejo criado se acerca a Europa. Le da un pañuelo de batista para que se seque las lágrimas. «Yo también estoy aburrido, señorita, aviso al cochero y nos largamos de aquí. En casa, todos la esperan». Europa sonríe con dulzura, sus ojos brillan: «Muchas gracias».