La demagogia ambiental como tic autoritario

La demagogia ambiental como tic autoritario

El Gobierno se envuelve constantemente en la bandera medioambiental para ir imponiendo un intervencionismo extremo que coarta las libertades de los ciudadanos sin que, realmente, produzca ningún hecho beneficioso destacable para el medioambiente.

Su última idea es la de expropiar las viviendas, hoteles y propiedades privadas con la modificación del Reglamento General de Costas. De esa manera, podrá arrebatar a sus propietarios sus propiedades a cambio, muy generoso el Gobierno con lo ajeno, de concederles el disfrute por 30 años y, en determinadas circunstancias, si a ojos del Ejecutivo lo merecen, otros 30 más. Todo ello, envuelto en el discurso medioambiental, en este caso, para paliar el impacto del avance del mar, excusa con la que pretenden convertir el terreno de esas propiedades en dominio público.

Esto es inadmisible. La propiedad privada es sagrada y no puede ser confiscada de esta manera por motivo alguno. Si realmente fuese necesario, la propia Constitución tiene elementos para que los agentes económicos tengan que poner sus bienes a disposición del Estado, pero esta medida parece más bien una excusa para expropiar, simple y llanamente, la propiedad privada. Eso constituye lo más parecido a un tic autoritario.

Es un episodio más del fanatismo medioambiental con el que nos azota este Gobierno, bajo peligro de excomunión laica para todo el que no siga sus principios. El clima cambia, sí, como ha cambiado toda la vida. ¿Por qué cambia? Eso no está tan claro. ¿La mano del hombre tendrá algo que ver? Probablemente, sí. ¿Eso implica que sea el responsable de la mayor parte del cambio? Probablemente, no. Sin embargo, los fanáticos medioambientales, donde el Gobierno español de Sánchez lidera dicho fanatismo -no a las nucleares, aunque lo pidan ya hasta los ecologistas; no al fracking; expropiación de bienes; persecución al coche y a los motores de combustión, y tantas y tantas cosas- nos llevan al empobrecimiento.

Algunos lo harán por creencias bienintencionadas, pero me temo que ese grupo será minoritario; otros, por mero fanatismo, al haber sufrido un claro lavado de cerebro desde corta edad; otros, por hacer negocio con todo lo indirecto que implican esas prohibiciones.

Sánchez, hace unos meses, ya presumió de más medidas restrictivas en la cumbre del clima COP28, y sigue en esa equivocada y ruinosa línea. Si hace un siglo la izquierda creó la lucha de clases como conflicto, como hoy eso ha quedado en el olvido, fruto del fracaso de sus políticas económicas, cogen como excusa el cambio climático para tratar de sensibilizar a la población, atemorizándola y controlándola con una serie de medidas restrictivas de la libertad, que es la base de las políticas de la izquierda, tanto en la economía como en términos generales.

Por otra parte, la factura a pagar en términos de desarrollo y prosperidad es muy elevada. Los países desarrollados notarán el encarecimiento y la pérdida de poder adquisitivo. Eso es lo que hará Sánchez con sus promesas de cerrar en 2025 la última central térmica de carbón o con su compromiso de que la participación de las renovables en la generación de energía eléctrica llegue al 81%. Todo ello es inviable y carísimo.

Con ello, Sánchez está destrozando nuestra competitividad, mientras los alemanes, por ejemplo, no renuncian al carbón. Junto a ello, su obsesión por no emplear ni las nucleares ni el fracking nos hace energéticamente muy dependientes. En cuanto a los países en vías de desarrollo, no podrán desarrollarse adecuadamente, pasando a depender de las subvenciones, haciéndolos completamente dependientes de los países desarrollados, es decir, mucho más desiguales.

Desde hace ya algunas décadas, los fundamentalistas del ecologismo -que, realmente, no son ecologistas- están impulsando un cambio en la mentalidad de la sociedad para que nos sintamos culpables casi por el mero hecho de respirar. Así, a lomos del cambio climático han impulsado una tendencia que se está convirtiendo casi en una religión, como digo, que tapa lo que también puede ser un negocio.

En nombre de «lo verde» se quiere aumentar el gasto público, como en nombre de «lo verde» han encarecido el recibo energético, donde más del 55% del coste se debe al intervencionismo público, entre peaje de distribución, subvención a las renovables, moratoria nuclear e impuestos, con el mercado de derechos de emisión como uno de los grandes elementos responsables del aumento del precio de la energía.

Y en nombre de «lo verde» se desarrollan muchos productos que contienen un margen adicional, que son publicitados como respetuosos con el medioambiente, aunque puede que su único propósito sea poder obtener unos mayores beneficios, puesto que esta nueva religión puede tener también un componente de negocio claro, del que pueden aprovecharse algunos.

Por supuesto que hay que tratar de cuidar el medioambiente y respetarlo al máximo posible, pues nuestro mundo es el lugar en el que vivimos y hemos de tratar, además, de legarlo en las mejores condiciones posibles a las generaciones venideras. Ahora bien, verde, sí, pero caro, no; y, desgraciadamente, el 90% de los que se envuelven en la bandera medioambiental sólo apuestan por todo lo que es caro, desdeñando las soluciones limpias y baratas, como la energía nuclear en lo relativo al campo energético.

Ser sostenible también es luchar por generar prosperidad, no por crear pobreza, cosa esta última que es lo que está provocando esta religión verde, que empobrece a todos, especialmente a los más desfavorecidos, que son los que menos pueden afrontar el sobrecoste que ello supone. Es decir, además de empobrecedora, es un movimiento completamente regresivo, al perjudicar más a quien menos tiene.

En definitiva, utilizan la economía verde y la supuesta defensa del medioambiente como mera herramienta, como excusa, no como objetivo, pues su único y verdadero objetivo es expandir el intervencionismo por toda la economía, con un gasto desmedido, un déficit crónico y una deuda abultada, que ésa sí que será un desastre y una inmoralidad que se dejará a las generaciones futuras. Ni verde, ni azul, ni rojo: ortodoxia, matemáticas y sentido común, eso es lo que necesita la economía y la vida en general, y menos tics autoritarios y expropiadores.

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