El delirio inmortal de momias, genios y dictadores

El delirio inmortal de momias, genios y dictadores
Diego Buenosvinos

Desde que el ser humano es consciente de su finitud, ha buscado trucos para engañar a la Parca -muerte-: en la mitología romana, cada una de las tres deidades hermanas, Cloto, Láquesis y Átropos. Los egipcios se embalsamaban convencidos de que la eternidad pasaba por un buen trabajo de maquillaje funerario. Los romanos erigían bustos en mármol para resistir al olvido, aunque sus imperios se derrumbaran como castillos de arena. Mary Shelley ya lo ironizó en Frankenstein: «La ciencia usada como alquimia prometeica para vencer a la muerte, y lo que sale del experimento no es un héroe inmortal, sino un monstruo».

Hoy, dos hombres de EstadoVladimir Putin y Xi Jinping— han decidido sumarse al club de los aprendices de brujo, fantaseando en Pekín con trasplantes en serie como si el cuerpo humano fuera un automóvil soviético al que se le cambian piezas cada cierto tiempo.

La obsesión por prolongar la vida no distingue siglos ni ideologías. Nietzsche habló de los hombres superiores y Wagner, en sus óperas, ya tonteaba con mitologías germánicas donde la inmortalidad era privilegio de héroes arios. El siglo XX llevó esa fantasía al paroxismo con regímenes totalitarios que soñaban con pueblos eternos. Ahora Putin y Xi, con el micrófono abierto, no sueñan con la eternidad de sus naciones, sino con la de su propio hígado y sus riñones, reemplazables como fichas de dominó en un laboratorio de biotecnología.

Lo tragicómico es que, mientras ellos se ven a sí mismos como futuros Matusalenes, la ciencia —esa señora sobria que no bebe vodka ni té de jazmín— responde con un bostezo. Las revistas que tanto estudio para mis artículos de Salud, Nature y Science acumulan estudios que muestran pequeños logros: ratones rejuvenecidos con sangre joven, hígados de cerdo que laten unos días en primates, células madre que alargan la vida de gusanos. Pero entre un roedor revitalizado y un presidente de 72 años convertido en efebo inmortal media un océano de imposibilidad biológica. Eric Boulanger, especialista en envejecimiento, lo dijo sin rodeos: «La idea de trasplantar órganos indefinidamente para frenar la vejez es pura locura».

Por supuesto, no faltan los millonarios de Silicon Valley que se inyectan plasma como quien se toma un cóctel detox, o los gurús de la longevidad que prometen 20 años extra a cambio de una dieta de lechuga y ayuno intermitente. Pero ni las transfusiones de sangre joven, ni las promesas de startups como Ambrosia, han logrado más que titulares sensacionalistas y la advertencia inmediata de la FDA sobre fraudes biomédicos. El único resultado tangible de estas prácticas es que los ricos viven más porque pueden pagar mejores médicos, no porque la inmortalidad se venda en bolsas de plasma.

El arte y la literatura lo han entendido mejor que los políticos. Dalí buscó la eternidad firmando lienzos que se reproducen hasta el infinito, Borges escribió sobre el Aleph, un punto donde se ve todo el universo, y Quevedo ya se reía de la ilusión de prolongar la vida en su soneto: «Serán ceniza, más tendrá sentido; polvo serán, más polvo enamorado».

Putin y Xi no lo entienden —o no quieren entenderlo— porque lo que buscan no es la vida eterna de la humanidad, sino la eternidad política de sus figuras. Que un micrófono abierto capture a dos líderes hablando de inmortalidad no es un lapsus inocente: es una confesión desnuda del miedo a desaparecer, a que el poder se les escape de las manos.

El hombre seguirá buscando la inmortalidad como quien persigue un espejismo en el desierto. Pero la única certeza, por ahora, es que a los presidentes les pasa lo mismo que a los faraones, a los emperadores y a los visionarios de Silicon Valley: todos terminan siendo polvo, como todos.

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