Las cursis del Gobierno

Begoña Gómez, Yolanda Díaz, cursis del Gobierno

En 2009, Yolanda Díaz reconocía que no tenía ambición política. Después cambió de opinión para no mentir, brotándole la política del amor y de los afectos desde lo más profundo. A una se le vienen a la mente aquellos osos amorosos con el arcoíris de fondo y se pregunta qué tienen que ver con el gobierno de un Estado, con su estructura gubernamental y sus instituciones. Esta aparente parodia, que es real como la vida misma, nace de la clásica paradoja que afirma que los comunistas son los aristócratas del instante. Obviamente, no se puede ser aristócrata de nada por un instante. Pero sí se puede ser comunista por un instante; de hecho, en el mundo de las ideas, por un instante, sólo se puede ser comunista. Valga esto como aperitivo para comprender mejor la desenvoltura del personaje.

Otra cursi que ronda el actual Gobierno de España basa su credibilidad en la misma técnica del artificio como chuchería democrática. Caerán rápido en la cuenta si digo que es universitariamente experta en la captación de fondos públicos, poniendo en la práctica descaradamente sus expertos conocimientos en el traeaquípacá. Su caso de comunista fake es muy especial. Ideó un cortometraje titulado El hombre enamorado y, gracias a su increíble desfachatez, intenta hacer creer a la muchedumbre que es una enorme transformadora social competitiva, con un formato híbrido, que genera impacto positivo en sus cuentas propias. Esta creadora de utopías se ha clonado a sí misma, reconvirtiéndose en una nueva Bego, de pretensión perfecta.

Tanto la amorosa como la experta en captar fondos públicos han llevado a cabo una estudiadísima transformación física, con la misma degeneración de fondo. Con esta mutación, han evidenciado todos sus complejos. Es como si creyeran que el aspecto las va a civilizar; obviamente, siempre sujeto a las leyes económicas. Ambas mantienen un aura de frivolidad inmutable, parece que nada de lo que sucede a su alrededor va con ellas. Gómez y Díaz representan a la perfección el modelo de la predicadora de la cursilería, a través de una trabajada «apariencia fina», de cualquier condición menos noble.

Siempre he oído decir que los hombres que se tiñen el cabello no son de fiar, como si quisieran engañar a alguien. En mi caso, más que desconfiar de ellos, lo que me dan es mucho asco, me resulta tan antiestético como poco masculino. Un señor con sus canas incipientes, que las luzca orgulloso y satisfecho, esperando a que salgan muchas más, me parece dignísimo y muy atractivo. En nosotras el tema toma otro cariz, pues está demasiado asentada en el imaginario colectivo la ecuación que une los cabellos grises femeninos con la ancianidad. La naturaleza aún no se ha enterado de que los cincuenta son los nuevos treinta, hay que darle tiempo a la pobre.

En Gómez y Díaz, el dopaje peluquero es clave en su aspiración a la refinería. La falsedad del color va parejo a unas personalidades vulgares que confirman cómo los clichés se apoderan del alma y de los sentidos a través de identidades ofertadas en el supermercado. Con una sonrisa prefabricada, sólo son fieles a la identidad soñada, de puro artificio. Todo es pretencioso, artificial, como de predicador de la cursilería a través de una trabajada «apariencia fina» de cualquier condición menos noble. En términos artísticos serían mujeres kitsch, en las que todo es falso, hasta las señales de descomposición.

La mentalidad pequeñoburguesa que demuestran las falsas rubias en esa pretensión dramática de construir paraísos artificiales es, seguramente, una forma de sobrevivir. Yolanda y Begoña se ahogan en este autoengaño. En este sentido, hay que valorar la autenticidad de María Jesús Montero. Ella es ordinaria, tosca y chabacana hasta límites insospechados. Sin embargo, ni lo esconde ni lo camufla.

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