Cuándo se jodió lo de Cataluña
Zapatero está en el origen. Y lo sabe. Él mismo confesó —tarde, ¡muy tarde!— que su frase no fue nada afortunada. Se la dirigió, mirándole a los ojos, a Pascual Maragall: “Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán”. El camino al desastre estaba servido. Era sólo el pistoletazo de salida, la semilla de la que han nacido y crecido las plantas carnívoras del separatismo catalán. Y así estamos donde estamos.
Era la pura aberración. El mejor favor que se le podía hacer a un independentismo adormecido que se conformaba con la pasta en cantidades industriales —¡ay el 3%!—, y que consideraba simplemente imposible, insufrible, intransitable la hoja de ruta para la construcción de las estructuras de un Estado propio. Aquella es la insensatez que explica todo. Primero, un partido pretendidamente nacional como el PSOE establecía de un plumazo que lo que los catalanes votasen se iba a situar no en el mismo plano sino en uno distinto y superior al que marca la soberanía de todos los españoles —¡qué disparate!—. Pero segundo, nada menos que un presidente del Gobierno prescribía y compraba la idea de que cediendo y cediendo, capitulando y capitulando, se podía aplacar a las hienas de la ruptura hasta convertirlas en felinos más o menos domesticables —¡qué miopía!—.
La historia demuestra que el apaciguamiento es la receta perfecta para aproximarse a la ruina. Antes o después. Y así se entiende que el shaheed Puigdemont, los consejeros pretendidamente valientes —en realidad suicidas— que aún no han huido y toda suerte de plataformas promotoras de la discordia que han esquilmado el bolsillo de los ciudadanos —Ómniun Cultural, ANC— se hayan echado definitiva e irremediablemente al monte salvo que algún golpe de calor de agosto les haga desertar para poner a salvo su patrimonio y su libertad, por si resulta que la justicia funciona de verdad y asoma pronto e imparable el horizonte de las cárceles y de las multas. Es la cruda verdad. Pero junto a ella intenta abrirse paso la gran mentira de Sánchez, heredada de aquel aserto de ZP: “¡El culpable es el PP!”. No por inacción, no. Por echar gasolina, por tensar la cuerda, por imponer políticas centralistas y trasnochadas, por aplicar recetas añejas y de la derecha extrema para solventar la denominada —de forma cursi y empalagosa— ‘cuestión territorial’.
¡Al contrario! Rajoy ha optado hasta hoy más por el guante de seda que por el puño de hierro. Y el proceso de insolidaridad y deslealtad no sólo no lo han detenido sus desmelenados promotores sino que lo han cargado de dinamita. Y, para derrotarlos, hay que entenderlos. La tropa de Junqueras o los vástagos de Pujol no pugnan para que su región esté mejor financiada, o para que ‘Madrid’ la dote de mayores y mejores infraestructuras. Ya lo dijo el campechano José Bono: “No es que quieran comer en un plato más grande, es que quieren comer aparte”. ¡Pues claro! Tal vez nos equivoquemos, pero Mariano no parece dispuesto a permitir que estos descerebrados rompan la mesa a pedazos y, enfurruñados, se líen a sillazos contra el resto de civilizados comensales.