Los cojones de la mayoría

Los cojones de la mayoría

Cuando Rajoy enfila los pasillos del Congreso y empieza a subir los escasos peldaños que le conducen a su atribulado escaño, el silencio de sus señorías se sostiene durante unos segundos, mirándole casi sin parpadear, esperando que se recueste antes de volver a levantarse, soltarse la correa que le aprieta y empezar a hilar frases de posteridad meme. Cuanto peor está la oposición, ruidosa, dividida, desconectada de lo que sucede los lunes al sol, mejor está Mariano, arropado siempre por el aplauso inconcluso de unas huestes que al toque de corneta, murmullan, vociferan, interrumpen o agrietan el asiento que les ha tocado. Todo sea por la comodidad del jefe, que de parlamentario correoso, duro y de reconocible esgrima verbal, se nos ha convertido en hacedor de sentencias imposibles. Igual dentro de un siglo alguien lo acaba citando en un libro o en una tertulia de las de vete tú a saber cómo será: “En cierta ocasión en el Congreso, un político dijo aquello de que cuanto peor, mejor el beneficio, el mío, el suyo, así que no manipule”, sostendrá con orgullo el henchido tertuliano.

Y en esas estamos, con las cuitas de los antimarianistas ajustándose y los decibelios a flor de atril, hasta que llegamos a una nueva sesión de control al Gobierno y pasa lo de siempre. Todos se arrogan ser representantes de una mayoría, la que sea mientras quepan todos. Son políticos de sinécdoque, de metódica metonimia. Articulan sus intervenciones con la esperanza de que nadie refleje, más allá de las sufridas taquígrafas, lo que de sus bocas emana, mientras sus cerebros descansan.

Un repaso general a las diferentes bancadas nos dejaría el siguiente paisaje entre los trotamúsicos del lenguaje: Garzón es un orador de citas al que nadie lee, Rufián, un gallardo espadachín de golpes bajos, piel fina y boca gruesa, que diría la vice, necesitado de un duelo en el callejón trasero de San Jerónimo. Oramas, la profesora que hace de la regañina el linimento que cura su falta de trascendencia en la cámara. Aitor Esteban, el diputado echado al monte del desafuero, como Tardá, y como los representantes de lo que queda de Convergencia y lo que aún pervive de Bildu, filibusteros de la palabra.

Rajoy dijo ayer que gobierna para la mayoría, aunque sólo le votara el 25% del censo. Iglesias dice que la mayoría le respalda, pero sólo puede poner sobre la mesa cinco millones de votos, un 15%. Sánchez repite cada día que el PSOE es el partido de la mayoría, pero le dieron en las últimas elecciones los mismos votos que a su colega de izquierda. Rivera defiende que sus medidas impuestas al PP pertenecen a la mayoría de gente que las demanda, pero sólo las aplaude la minoría que lo votaron. Los tardocatalanistas gritando cada día que la mayoría de Cataluña quiere un nuevo Estado, europeo y con pensiones, claro, cuando los catalanes están hasta la barretina del procés. El PNV hablando de vascos y vascas, que la mayoría no entiende de género por mucho que degeneren la historia. Y así cada día de cada semana, cada mes de cada legislatura. Algún día un honrado representante del pueblo real entrará al Congreso, iniciará su caminar silente hacia la tribuna de oradores y espetará a los presentes que la mayoría, la verdadera mayoría, la única y real mayoría, está ya harta de que le toquen los cojones parlamentarios. No sé si me explico.

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