Apuntes Incorrectos

De Cicerón a Pedro Sánchez

De Cicerón a Pedro Sánchez
De Cicerón a Pedro Sánchez

Dada la indigencia intelectual de los ministros y ministras de la nación, con su inefable presidente a la cabeza, es improbable que alguno sepa quién fue el egregio político y filósofo Cicerón ni mucho menos que conozca la siguiente máxima, que viene como anillo al dedo a la situación crítica por la que atraviesa España: «El presupuesto debe equilibrarse, la deuda pública debe ser disminuida, y la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender de nuevo a trabajar en lugar de vivir a costa del Estado”.

Nada parece haber cambiado demasiado desde el siglo primero antes de Cristo. Aquí el Gobierno ha aprobado unos presupuestos absolutamente desequilibrados, la deuda pública está en el 115% del PIB y los empleados públicos se han convertido, por decisión de los diversos partidos que han ocupado sucesivamente el poder, en unas personas soberbias, arrogantes y desagradecidas; con sueldos por encima de los del sector privado y un apetito y codicia insaciables por aumentarlos, a pesar de tener un puesto de trabajo fijo, aunque el país acumula la mayor tasa de paro de Europa y lleva tiempo sufriendo una notable destrucción de tejido productivo; unos empleados de la Administración, digo, que desempeñan un trabajo poco exigente, que cumplen, con más frecuencia de lo tolerable, con desgana o displicencia, habiendo perdido cualquier conciencia de que son servidores públicos; unos señores privilegiados, en suma, que se han convertido, junto a los pensionistas, en uno de los grupos de presión más importantes de la nación.

Pero aún más elocuente es la frase final del consejo de Cicerón, que en estos lares, y a causa fundamentalmente del socialismo, se ha practicado en sentido inverso. Gran parte de la gente ha perdido el amor por el trabajo, y ya no digamos por el emprendimiento -que exige afrontar el riesgo inherente a toda aventura -. En su lugar, se ha acostumbrado la gente, y de manera más ominosa los jóvenes, a vivir a cuenta del Estado, en régimen de respiración asistida, y con cualquier pretexto, ya sea la crisis provocada por el Covid o ahora el empobrecimiento provocado por la inflación.

A estos efectos, el presupuesto para 2023 es todo un canto a la infamia. El llamado pomposamente gasto social es el mayor de la historia, no solo para contentar a los pensionistas y los funcionarios, sino para cultivar la molicie generalizada a cuenta del ingreso mínimo vital, de los bonos para el transporte, de las ayudas al alquiler de vivienda para jóvenes, de la subvención para gastos culturales y de las ayudas para complacer las reivindicaciones peregrinas de unos colectivos a cual más excéntrico que pagan unas clases activas cada vez más exangües.

Este brutal despilfarro se financiará por dos vías, ambas temerarias. La primera consiste en esquilmar las unidades productivas de riqueza, a las que se castiga sin contemplaciones, privándolas del descuento de la inflación de sus impuestos -que debería ser una obligación de orden moral- o subiendo los tipos a aquellos que más ganan o mayor patrimonio han atesorado gracias a su pericia y eficacia, al esfuerzo y el sacrificio correspondiente, o, por qué no, el de sus padres, uno de cuyos objetivos ha sido siempre legar lo más posible a sus hijos, costumbre inveterada, natural y encomiable hasta que fuera denigrada por el progresismo universal y despedazada por los sentimientos desordenados del resentimiento y de la envidia.

Adicionalmente, Sánchez ha emprendido la caza y captura del sector empresarial subiendo las cuotas sociales y los impuestos a las compañías, negándoles los beneficios fiscales de justicia por sus pérdidas pasadas, o inventando tributos de nuevo cuño para demonizar indecentemente a algunos sectores tradicionalmente en entredicho como las eléctricas o la banca -siempre de trato asiduo y complicado con el cliente-, hasta el punto de ‘criminalizar’ nominalmente a dos de los grandes ejecutivos españoles, Ana Botín e Ignacio Galán. «Si no les gusta lo que hacemos es que estamos acertando», ha afirmado con todo desahogo. Esta manera de atacar al mundo empresarial, que es el único en el que podemos depositar las esperanzas para superar la crisis y despejar el futuro, es insólito en Europa. No hay parangón en cualquier otro país desarrollado en el que se gobierne contra los hombres de negocio.

La segunda fuente de financiación de la hemorragia incontenible de gasto público en la que incurre Sánchez, aprovechando la debilidad flagrante de la Comisión Europea -absorbida a tiempo completo por los efectos de la guerra de Ucrania y las especulaciones sobre cómo topar el precio del gas y frenar el coste de la energía- es el recurso a la deuda pública hasta límites históricos. La riada de dinero que nos han prestado sin control ya habría provocado hace tiempo la quiebra o bancarrota de Roma -es decir, de España- de no ser por del Banco Central Europeo, que lleva años socorriéndonos, haciéndose cargo de nuestro endeudamiento, hasta hace poco sin restricciones, con la consecuencia perversa de fomentar la irresponsabilidad de los gobiernos, haciéndoles creer el espejismo de que el dinero es gratis y que los actos equivocados no tienen por qué tener consecuencias.

La expansión sin límite de la masa monetaria -que es la causa real de la inflación-, ahora con el noble propósito de paliar los efectos de la pandemia, pero practicada sin rubor desde hace más de una década, ha roto por completo la disciplina de los gobiernos, y particularmente de aquellos como el de Sánchez, cuyo aprecio por la higiene fiscal es equivalente a cero. El resultado es que, tarde, a toda prisa, y con intensidad se ha emprendido una carrera para subir los tipos de interés que causará un enorme dolor. Un dolor necesario e ineludible. Como decía Cicerón, no es bueno vivir a costa del Estado ni tampoco del dinero prestado a coste cero. Es también una mala idea construir un país en el que la máxima aspiración de los ciudadanos sea convertirse en funcionarios, consolidando la aversión al fracaso como modo de vida y rehuyendo el riesgo que conlleva toda aventura creadora, la vida misma.

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