Cafetería Rolando: las lecciones de un atentado olvidado
Una de las derrotas definitivas de ETA que tiene pendiente nuestra democracia es la de darle la vuelta a la épica de una vez por todas. Porque parece que la épica estuviera aún más del lado de los verdugos que de las víctimas. No se trata sólo de los centenares de actos de exaltación pública que en las calles de las ciudades y pueblos vascos se siguen tributando hoy a los asesinos y sus colaboradores como pretendidos gudaris. Aunque eso ya sería bastante para demostrar lo que estamos diciendo.
Los terroristas continúan disfrutando, y no sólo ante los suyos, de un aura legendaria, infecta y sangrienta para el resto, por su lucha contra nucas y espaldas desprevenidas; mujeres, incluso sin importar si estaban embarazadas; niños en sus cunas o en los coches de sus padres; trabajadores de camino al tajo, incluidos policías, guardias civiles, militares, periodistas, jueces, fiscales o representantes políticos antes, durante o después de cumplir su deber.
La prueba es que a nadie en su sano juicio ni en su justo discernimiento moral se le ocurriría jactarse de su alianza política con quien justificase y compartiese los objetivos de los asesinos del 11-M en Madrid o del 13-N en París, pero, en cambio, sí se hace, y con escalofriante normalidad, con quienes justifican y comparten los fines de una banda criminal que ha asesinado a cerca de novecientas personas y ha dejado casi tres mil heridos.
Sobre una losa fría, negra, exenta de toda humanidad, ha quedado grabada aquella sentencia de Francisco Martín, el delegado de Pedro Sánchez en Madrid, cuando afirmaba que Bildu había hecho más por España que todos los «patriotas de pulsera».
Podría haber recordado en su lugar que quedan cerca de cuatrocientos crímenes de la banda por resolver, antes que organizar un laudatorio ongi etorri a los testaferros políticos de los etarras por su apoyo al Gobierno. Apoyo pagado miserablemente, como ya sabemos hoy, con una reforma legal que permite las excarcelaciones adelantadas de sus criminales más sanguinarios.
El riesgo es que esta visión presuntamente noble y campeadora de los asesinos de ETA se acreciente, y no solo en la sociedad vasca. No digamos ya si se trata de la ETA que actuó bajo el franquismo. Ahora que Sánchez ha anunciado su macrofestival al respecto para 2025, en el cincuentenario de la muerte de Franco, deberíamos estar prevenidos ante la doble falacia de extender a todo el historial criminal de ETA la falsa bondad de aquellas primeras acciones terroristas.
Como sucedió en la matanza de la madrileña calle del Correo, junto a la Puerta del Sol, el 13 de septiembre de 1974, lo que ETA consiguió no fue dañar a la dictadura, sino hacer una demostración de su «poder revolucionario» de destrucción y muerte sobre personas designadas a capricho por un golpe de infortunio. El mismo poder que la banda practicó después en la democracia con idéntico propósito aniquilador sobre las vidas que al azar se cruzaban en su plan criminal.
No puede ser más oportuno, por ello el recién estrenado documental Un viernes y trece. 1974: la primera masacre de ETA, producido por la Fundación Miguel Ángel Blanco, con guión y dirección de Felipe Hernández Cava, bajo la producción ejecutiva de Cristina Cuesta.
Esta nueva entrega fílmica de la fundación que preside Marimar Blanco, además de contar con la extraordinaria realización de Hernández Cava, tiene la impagable virtud de ponernos en guardia ante los previsibles efluvios románticos que las efemérides neofranquistas de Sánchez exhalen respecto a los carniceros de ETA de antes, de después y de siempre.
La línea de resistencia que el filme traza ante esta pretensión son precisamente las vidas de las trece personas asesinadas y más de setenta heridas en Rolando, que los etarras y sus cómplices quisieron convertir en «bajas causadas al enemigo» en su ataque a la dictadura.
El documental levanta para ello, con los testimonios de algunos de los heridos y de familiares de los asesinados, una cartografía vital de aquellas víctimas que las emparenta, en sus afanes, sus ilusiones y sus ocupaciones cotidianas truncadas por el terror, con los centenares que las siguieron durante tres décadas por culpa de la sanguinaria banda, que siempre ha considerado la democracia como continuidad del franquismo.
Los pretendidos «enemigos del pueblo» destrozados aquel mediodía por una bomba de relojería escondida en un maletín eran el cocinero de Rolando, Francisco Gómez Vaquero, y el camarero Manuel Llanos Gancedo, así como dos matrimonios que se encontraban de visita en Madrid, sentados a su última colación: el ex boxeador Baldomero Barral Fernández y María Josefina Pérez Martínez, dueños de una pastelería en La Coruña, y el mecánico Antonio Alonso Palacín y María Jesús Arcos Tirado, estos últimos en plena luna de miel.
También murieron un jubilado, Luis Martínez Martín; una maestra, Francisca Baena Alarcón; un ferroviario, Antonio Lobo Aguado; y un impresor, Gerardo García Pérez, que iban a comer o a tomar cañas con amigos o familiares en aquel día soleado con el que Madrid se estaba despidiendo del verano.
Fueron asesinados también un inspector próximo a jubilarse, Félix Ayuso Pinel, que falleció después de una terrible agonía; la archivera de la DGS Concepción Pérez Paino y la estudiante María Ángeles Rey Martínez, alcanzada en el vecino restaurante Tobogán por la onda expansiva que derribó su medianera con Rolando.
Eran vidas sencillas arrancadas por la brutalidad caprichosa de sus verdugos: una pareja francesa, Bernard Ohiartzabal y María Jesús Cristóbal, que hoy vive en la localidad gala de Herauritz, con hijos y nietos, sin que la Justicia, amnistía mediante, les haya pedido nunca cuentas por ello. Como tampoco se las pidió a sus más directos colaboradores, entre ellos la escritora Eva Forest, que escondió a los asesinos, como nueve meses antes había ocultado a los que mataron al almirante Luis Carrero Blanco, a su chófer y su escolta.
El historiador Gaizka Fernández Soldevilla afirma por ello que el atentado de la calle del Correo, del que ha escrito el libro Dinamita, tuercas y mentiras, es «una de las historias más olvidadas» del terrorismo en España. Hasta la propia ETA se olvidó de él, sin reivindicarlo, hasta que en 2018 reconoció su autoría.
Como en todas las obras maestras, En viernes y trece consigue retratar un mundo con uno solo de sus fragmentos: todas las páginas del terror sufrido en España en el último medio siglo están reflejadas en su conmovedora y rigurosa narración.
Así, estando además reciente el fallecimiento de Teresa Barrio Azcutia, madre de Alberto Jiménez-Becerril, concejal popular de Sevilla asesinado por ETA con su mujer Ascensión García Ortiz, el documental se convierte en un homenaje a todas las madres y abuelas que tuvieron que criar a sus hijos y nietos por la muerte de uno de sus padres o de ambos.
Lo cuenta Ana Carro, hija del gerente de Rolando, el leonés Antonio Carro, antiguo minero que vino a Madrid con su mujer y sus tres hijas a abrirse nuevos caminos. El atentado le abrasó medio cuerpo y le dejo prácticamente ciego, postrado en la cama. Sin recursos, la mujer de Antonio empezó a tejer jerséis para ganar algún dinero.
«Durante el día se ocupaba de mi padre y de nosotras y por la noche tejía» -cuenta Ana Carro ante la cámara de Hernández Cava con un golpe de emoción al recordar a aquella ejemplar Penélope, decidida, como tantas mujeres valientes, a seguir tejiendo los sueños de su familia, desgarrados por un delirio sanguinario. Dios las bendiga por siempre a todas ellas.
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