El buen tránsfuga o el mal traidor

Sánchez Puigdemont

La Constitución alemana dice que los diputados están sujetos, únicamente, a su conciencia. La española es menos poética, pero también recoge el mismo principio cuando dice que los diputados «no estarán ligados por mandato imperativo». Y eso significa, mientras Sánchez no llame a Pumpido para que diga otra cosa, que los diputados son representantes de los ciudadanos, no del partido bajo cuyas siglas resultan elegidos, y que nadie puede dar instrucciones de voto.

Ni ciudadanos poderosos, ni empresas del IBEX, ni sindicatos o activistas rodeando el Congreso, ni tampoco, en especial, los partidos políticos. Nadie puede obligar a los diputados a votar en un sentido u otro. Los del PSOE, como todos, han de saber que las directrices del partido o las presiones para condicionar su voto no son instrucciones obligatorias.

Y no lo son porque lo impide la Constitución y la dignidad de su cargo. Los diputados no son marionetas del líder del partido, sino que se deben al compromiso electoral asumido por su partido, a su juramento o promesa de guardar y hacer guardar la Constitución y a lo que su conciencia les dicte en defensa del interés general.

Pero, ¿qué ocurre cuando un líder cambia de opinión tras las elecciones, sobre un tema fundamental que condicionaba el sentido del voto? ¿Qué hacer si has defendido una posición y ahora has de sostener la contraria? ¿Qué votar cuando sientes que no es el interés general, sino el del partido o su líder, el que te obligan a defender?

Es entonces cuando surge el conflicto de lealtades. Lealtad ante la oligarquía de un partido que cambia de criterio por intereses personales, o lealtad ante lo que uno cree y defendía en su programa ante el electorado. Y así estamos: susto o muerte para el diputado socialista, que se va a ver obligado a traicionar su discurso preelectoral y sus convicciones, o a desobedecer al partido.

En esa situación les ha puesto Sánchez. Pero también les puso en las listas y así compró su alma socialista y su voto. Seguramente por ello, muchos desoirán a su conciencia, cederán a la presión de la tribu y permanecerán atentos a las consignas de Ferraz para llamar generosidad a lo que es corrupción y tránsfuga a quien se pregunte si era esto para lo que le votaron el 23J.

Pero no se confundan. Ni una compraventa es generosidad, ni es transfuguismo de lo que hablamos, sino coherencia. El tránsfuga es desleal a los dos, al partido y al electorado. No es tránsfuga quien permanece leal al electorado, aunque sea desleal al partido cuando ha cambiado el relato preelectoral y pretende imponer un criterio no asumido en el programa. El tránsfuga, entonces, es el partido, no (si los hubiera) sus diputados disidentes.

Estamos si acaso, en expresión del profesor Torres Muro (2016), ante el buen tránsfuga, que se aparta de la disciplina de partido para no traicionar a sus representados. El buen tránsfuga que «como el niño del cuento de Andersen, nos dice, de vez en cuando, que el emperador en realidad está desnudo». En estos casos el disidente «aparece como alguien que ha tomado una decisión respetable, y los condenados son los jerarcas del partido, que no se atienen a sus compromisos, a ese ‘contrato’ firmado con los electores el día en que estos los auparon a determinadas posiciones de poder».

Los diputados socialistas dijeron no a Feijóo. Sus votantes no les habían elegido para hacer presidente al del PP, pero, ¿les han votado para comprar escaños a un prófugo a cambio de la amnistía o para pactar con Bildu? ¿Han elegido los votantes socialistas manchegos, aragoneses, andaluces, extremeños o murcianos a sus diputados para ser españoles de segunda?

El futuro de España está en manos de un prófugo por la ambición de un felón, o en unos pocos buenos tránsfugas sin ambiciones de sillón. A este punto nos ha llevado el sanchismo. Los diputados socialistas pueden abstenerse y decir «no con mi voto». Quizá por ello no satisfagan sus ambiciones personales, quizá sus sueños de un sillón en la ejecutiva o de algún puesto de renombre en el terruño se vean truncados, pero, al menos, no como los otros, podrán mirarse en el espejo y seguir mirando a los ojos de sus electores. El traidor fue otro.

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