Bajo la bota sindical

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Bajo la bota sindical

El Gobierno ha vuelto a subir el salario mínimo hasta los 1.000 euros en catorce pagas a pesar de que la evidencia empírica, el sentido común e instituciones como el FMI o el Banco de España han alertado sobre los miles de empleos que se podrían perder o dejar de crear con esta medida de tan nobles intenciones aparentes pero esencialmente perversa. Ninguno de estos argumentos ha hecho mella en el Partido Socialista, que quiere pasar a la historia como el campeón del salario mínimo, aunque en lo que tiene un récord inalcanzable por el resto de la humanidad es en la tasa de paro, que, en el caso del desempleo juvenil, y si se apura, en ese que afecta a los menores de veinte años alcanza un máximo mundial.

Naturalmente, una subida del salario mínimo no se nota en un periodo de crecimiento económico como el que atravesamos -el PIB puede elevarse este año un 5%-, porque se genera empleo abundante; ni tampoco son relevantes aquellos incrementos del salario mínimo que estén por debajo del nivel de productividad de los trabajadores. Pero el problema de España es que tiene una gran parte de la fuerza laboral poco cualificada e incapaz de aportar valor añadido a la empresa por encima de un determinado nivel de retribución. Cuando se observan los efectos letales del salario mínimo es en los periodos de recesión, y ya se sabe que estos llegan inevitablemente cada cierto tiempo, coincidiendo con los ciclos de la coyuntura.

Por eso, aunque sea tan popular, a pesar de que la mayoría de la opinión pública bendiga estos gestos de reconciliación con el planeta -porque ni conoce ni repara en los costes que llevan aparejados- no hay ninguna razón social ni económica para fortalecer el salario mínimo. Las causas que deberían guiar a un Gobierno decente tendrían que ser el incremento del nivel general de empleo, de las posibilidades de ocupación de las clases más desfavorecidas o en condiciones precarias, así como el impulso del bienestar común. No sucederá así, por desgracia, como han certificado los empresarios, que en esta ocasión se han negado a pasar por las horcas caudinas del Gobierno, que sólo ha contado con el apoyo de los sindicatos, a los que tiene comprados con el mayor riego de subvenciones públicas de la historia, y que, después de la contra reforma laboral, han recuperado el pleno ejercicio de la dictadura a la que nos tienen acostumbrados. Así se ha cerrado este círculo infame: se aprueba un salario mínimo legal sin el consentimiento o más bien la negativa de los que tienen que pagarlo: los empresarios.

En algunos sectores como la agricultura o la hostelería, la decisión de la vicepresidenta Yolanda Díaz, con el pleno respaldo de Sánchez, pues así figura en el acuerdo de legislatura entre el PSOE y Podemos, será nociva. En regiones como Extremadura o Andalucía, en las que la productividad es más baja que en otras autonomías más pujantes como Madrid esta decisión será a la larga muy perniciosa.

Los economistas de izquierdas sostienen que la recomposición de los márgenes empresariales, que el crecimiento de los salarios de los altos ejecutivos e incluso que el aumento de los dividendos bancarios aconsejan trasladar estos mejores vientos a los peor retribuidos en el intento de cerrar la brecha social abierta entre las dos grandes crisis económicas del siglo. Pero este es un planteamiento erróneo. Si los márgenes empresariales están empezando a crecer es porque las compañías han recuperado la eficacia perdida durante la pandemia y vuelven a vender sus productos con la mejor calidad a precios competitivos, pagando el salario que merecen no solo sus directivos más rentables sino la suma de todos aquellos trabajadores que aportan el valor añadido preciso para que funcione el modelo capitalista de libre mercado. La intromisión por decreto del Gobierno en una materia tan delicada es una equivocación capaz de estropear el reinicio de una etapa venturosa y obedece sólo a una razón política, que es la de alimentar la propaganda buenista a la que estamos acostumbrados pero que por fortuna ya seduce a menos votantes, como hemos comprobado en Castilla y León.

Es igualmente dudoso que, como dicen los economistas de izquierdas, un aumento del salario mínimo fomente el consumo privado e impulse la demanda interna. La inclinación al consumo y no digamos a la inversión depende de otras muchas variables como las expectativas sobre la presión fiscal -que en España son claramente al alza- o el castigo de la inflación, que en estos momentos sube sin descanso en nuestro país.

Desde que gobierna el PSOE, el salario mínimo ha subido brutalmente, más de un 30%, pero la tasa de desempleo se mantiene como la primera del Continente, el crecimiento de la economía continúa siendo el de menor empuje de los socios, y con la llegada de la indeseable inflación está totalmente descartado que esta estrategia desatinada mejore la capacidad adquisitiva de los más débiles. Ni por el lado del empleo ni por el de la disponibilidad monetaria de los trabajadores, que viene a ser lo mismo.

Leo en ese majestuoso periódico global que es el diario El País que el aumento del salario mínimo a 1.000 euros es de justicia, que por primera vez en muchos años el objetivo de que la recuperación económica y la recuperación social vayan de la misma mano no es una quimera, y que esto nos lo está proporcionando la comunista Yolanda Díaz y el presidente Sánchez. Vamos camino, dice el matutino, de la Europa nórdica, con sueldos dignos, alta profesionalización y un crecimiento exponencial de la productividad. Y yo me pregunto: ¿Es necesario mentir tanto? ¿Es inevitable que el periódico de mas audiencia de España se preste al embuste general dictado por el mandarín que nos gobierna? Ni la clase trabajadora del país está altamente profesionalizada ni la productividad ha crecido desgraciadamente en las últimas décadas. Un aumento del salario mínimo combinado con el sistema formativo más deficiente de la UE impedirá cualquier avance posible en justicia social, y así será durante todo el tiempo que dure el equipo de gobierno que nos ha tocado padecer, que no está interesado genuinamente en la creación de empleo, ni menos aún en la formación de mejores ciudadanos sino en multiplicar el número de socialistas.

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