Abril apoteósico
Empieza un mes de abril muy especial. El éxito del congreso del PP ha sido un magnífico pistoletazo de salida, pero qué duda cabe de que el escenario siempre ayuda a que todo salga lucido, brillante, extraordinario. Y éste no podía ser mejor: Sevilla en primavera. Por lo tanto, me voy a tomar la libertad de dedicarle este artículo a la ciudad y a sus protagonistas. No a los del congreso, a los que felicito muy efusivamente, especialmente al nuevo presidente, cuya aparente integridad supone la esperanza de todos nosotros; sino a los protagonistas del espacio en cuestión, a sus habitantes, esos que están acostumbrados a caminar todo el día entre turistas perplejos y fascinados con lo que para ellos es cotidiano.
Se celebra también este abril el trigésimo aniversario de la Expo’92. Con la perspectiva que dan los años transcurridos, y a través de mis vivencias personales, puedo aseverar que aquel acontecimiento fue un grito de alegría al mundo. Ese orgullo visceral por nuestra tierra que sentimos los sevillanos llegó a sus máximas cotas. Éramos el centro del mundo y, para recibir a nuestros invitados, nos pusimos nuestras mejores galas, arreglamos la ciudad, desatamos todo nuestro frenesí, no había manera de quitarnos la sonrisa contagiosa de la cara.
Mis recuerdos, no obstante, -bastante desbordantes, por cierto-, pasan por tener aquel verano 18 años, por estar en posesión de unas ganas prodigiosas de divertirme y por haber tenido para ello las más altas virtudes y los más altos maestros. El verano del 92 fue mágico, irrepetible, efervescente, lleno de fuegos artificiales, de música, de desenfreno. Si miro atrás, pienso en la suerte que tuvimos de vivir aquello y si medito mucho mejor digo ¡que nos quiten lo bailao!
Podríamos decir algo así como que, en el transcurso de su historia, el escenario y la esencia han sido siempre los mismos; sólo han variado la decoración, la hora y la temperatura. A pinceladas sueltas, voy a tratar de retratar esa idiosincrasia tan particular.
Ahí voy, con acompañamiento de guitarra: Aromas de albahaca y alhucema, la sensación que causa todo lo sano y limpio, el hechizo de un andar acelerado con revuelo de enaguas, la gracia de unas florecillas prendidas en el cabello, lo airoso de un talle femenino ceñido por un mantón, cuyos flecos se enredan en los botones de una americana masculina, una mujer alegre de movilidad nerviosa, con la decencia como lema, pero sin restarle un ápice de picardía, risas francas, vitales, tonos fogosos, el terrón de las salinas de Sanlúcar, un rayo de sol que dora la Torre del Oro o un rayo de oro que baña la torre de luz, esa alegre claridad, esa flor, esa gracia que transmiten esencias de nardo y azahar, una misa al alba, humo blanco de incienso, caballistas, gente moza, compás de palmas, merecer lisonjas, rincones idealizados por leyendas, frescos patios silenciosos, el rumor del agua, asomarse a los balcones, Santa Cruz, pisando albero, las jacarandas de tintas violáceas, una nana susurrada con más ritmo de oración que de tonadilla, una saeta que encoja al alma, fantasías, anhelos y quimeras en torno a una tertulia improvisada en una bodeguita, un zapateao lento, arrastrao, hondo y saboreao, derroche de tronío, borlas, cíngulos, flecos, galones y forrajeras; y, como blasón divino, la reina de la calle: ¡la mujer sevillana!
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