El mundo está más ‘pallá’ que ‘pacá’

donald trump
Donald Trump celebra su victoria en la lucha libre.

La victoria de Donald Trump es el signo de los tiempos. Desgraciadamente. Terroríficamente, apostillaría, para ser más preciso. Unos tiempos en los que cualquier charlatán de tres al cuarto que tenga minutos de televisión y dotes oratorias puede acabar en la más alta magistratura de su nación o, como es el caso, del planeta. Pariendo burradas, disparates e histrionismos sin parar. Como quiera que no practicamos esa costumbre tan sana de recordar los peores episodios de la historia, estamos condenados a repetirlos. No está de más hacer memoria y tener presente que la descomunal crisis que sucedió a la Primera Guerra Mundial desembocó en los peores momentos de la historia de la humanidad. Las depresiones económicas son aprovechadas para colarse en el poder por personajes de tres al cuarto, que en condiciones normales tendrían las mismas posibilidades de presidir su país que yo de ser pívot en la NBA. Esto es lo que está sucediendo allende los mares y lo que se nos viene encima en Europa.

No me gusta denominar populismo a lo que no es sino totalitarismo. Un totalitarismo que se basa en una demagogia que es como un chicle que puedes estirar hasta el infinito y más allá. Un populismo-totalitarismo que tiene un común denominador sea de extrema izquierda o se sitúe en la derecha extrema: el hablar desde las vísceras y para las vísceras. Nada que ver con la receta clásica de los grandes presidentes estadounidenses, que platicaban «desde el corazón y para el corazón». La epítome de cuanto digo es doble: John Fitzgerald Kennedy y Ronald Wilson Reagan. Los mal llamados populistas le cuentan a la gente lo que quiere oír pese a ser conscientes de que la mayor parte de sus promesas son una patraña de campeonato, ciencia ficción o una utopía. Como la construcción del muro con México modelo Gran Muralla China. O como esa renta mínima «para todos los ciudadanos», que prometió Pablo Iglesias y que incluía a Amancio Ortega, Ana Botín, Juan Roig, José Manuel Entrecanales y demás ricos-riquísimos patrios.

Hay quienes auguran que Donald Trump será todo lo contrario al Donald Trump de campaña. Y puede que posean una minúscula parte de razón porque el sistema de contrapoderes en los Estados Unidos convierte en misión imposible que un presidente haga lo que se le pase por el arco del triunfo cual vulgar dictadorzuelo. La Cámara de Representantes atesora la maravillosa potestad de iniciar un proceso contra él si hace un uso arbitrario del poder y/o se corrompe y el Senado la de rematarle poniéndole de patitas en la calle.

¿Pero cómo van a botarlo si ambas cámaras son republicanas, se cuestionarán los más avezados en política internacional? Cierto pero no lo es menos que allá hay libertad plena de voto, cada representante o senador es de su padre y de su madre y, por si fuera poco, el Partido Republicano abomina del patoso Donald. Los tres Bush (George H., W. y Jeb), McCain, Marco Rubio, Ted Cruz, Mitt Romney y cía detestan a un individuo que antaño era demócrata, hoy se dice republicano y siempre fue un perturbado. Otro dato para la reflexión: a Nixon fueron las dos cámaras, con mayoría republicana en 1974 (al igual que hoy día), las que le enseñaron la puerta de salida a la Avenida Pennsylvania. Era un golfo y se fue como un golfo. Y no precisamente por voluntad propia.

Más allá de toda esta verdad incontrovertible hay otra tan o más potente. Donald Trump no es charlatán machista, xenófobo y macarra desde que, hace año y medio, iniciase la carrera a la Casa Blanca. Ni muchísimo menos. Siempre fue el mismo. El que hace 30 años hacía negocios con la mafia italiana. El que (dicen en Argentina) es sospechoso de haber ordenado el secuestro de Mauricio presidente cuando papá Macri osó meterse en business en Manhattan. El que se comportaba como un negrero en el programa The Apprentice (El Aprendiz). El que se arruinó tres o cuatro veces triturando el mito de buen gestor. El que aseguró que no sale con su espectacular hija Ivanka precisamente por eso, porque es su hija. El que espetó a una niña de 10 años que visitaba su celebérrima y hortérrima Torre en la Quinta Avenida: «Dentro de 10 años tú serás mi novia [otra vez sic]». El que asegura que no le gustan las mujeres «cerdas gordas, perras, paganas y animales asquerosos». El que sostiene que el cambio climático es «una invención de China para aumentar su producción de tapadillo mientras EEUU la reduce». Y también el que contrarrestó un envite en una entrevista manifestando que la dureza de las preguntas era debida a que la periodista tenía «la menstruación [requetesic]».

La campaña electoral lo ha retratado, pues, a las mil maravillas. Es decir, no ha forzado la máquina. Esto es, ha sido más Trump que nunca. Más allá de la patochada del muro con México, olvidando que los inmigrantes ilegales y los camellos entran por los cientos de túneles que jalonan la frontera como un queso gruyer, hay que recordar que se comprometió a prohibir la entrada de musulmanes en los Estados Unidos, a encarcelar a Hillary si era presidente y a rechazar el veredicto de las urnas si perdía. ¡Ah! y se enorgulleció de ser intocable: «Podría disparar a cientos de personas en la Quinta Avenida y no perdería un solo voto». Una joyita, como ven. Uno de sus biógrafos, Mark Singer, defiende una curiosa pero no por ello menos probable teoría: «Trump no existe. Es un personaje». Esperemos, confiemos, deseemos, crucemos los dedos y recemos todo lo rezable para que la persona se coma el personaje.

El drama que se cierne sobre América también posee una vertiente moral. Cuando en la cúspide de la pirámide hay un tipo indeseable desde el punto de vista ético, hay muchísimas más posibilidades de que esa maldad traspase los poros y las capas de la sociedad hasta llegar a la base. Muchos padres estadounidenses se preguntan no sin razón cómo les van a enseñar a sus hijos que hay que respetar a las mujeres y que no hay que tratarlas como objetos, que hay que ser tolerante con otras etnias y religiones, que no se puede humillar a las minorías, que hay que aceptar las derrotas, que hay que observar las leyes, que no se puede encarcelar a un rival político (ni siquiera, amenazarlo), que no hay que pegar a los demás, que hay que pagar impuestos y que hay que sacralizar la Declaración de los Derechos Humanos suscrita ¡¡¡en Nueva York!!! en 1948.

Es tan sencillo activar la espoleta de la degradación moral como complicado desactivarla. El daño del efecto Trump se verá, independientemente de los derroteros que tome su mandato, a largo plazo. No estamos hablando del dueño de un puesto de pipas sino del inquilino del despacho más importante del universo conocido. Y, entre tanto, la sombra del populismo se cierne sobre Europa con protagonistas a cual más abracadabrante. Trump en América, Le Pen en Francia e Iglesias son los mismos perros con distintos collares. El uno, la otra y el de más allá son clónicos en las formas y miméticos en algunos de sus mensajes. «No quiero límites a las armas, salvan vidas», apuntó Donald. «El derecho a portar armas es una de las bases de la democracia», puntualizó Pablo, que tal vez debía estar acordándose de sus amigos etarras. «Cuando eres una estrella puedes hacer lo que quieras con las mujeres, agarrarlas por el coño… de todo», vomitó el estadounidense. «Azotaría a Mariló Montero hasta que sangre. Soy marxista convertido en psicópata», escupió el español. «Me gustaría dar un puñetazo en la cara a los manifestantes», subrayó matonilmente el presidente electo. «Tenemos que hacer política con cojones, masculina, de la que si nos pegan, respondemos», enfatizó macarrilmente el coletudo que quiso ser presidente, luego vicepresidente, pero se quedó en diputado.

Mal vamos cuando esta suerte de personajes llega tan alto. Padecemos una crisis de valores y principios que puede acabar provocando que esto termine como el rosario de la aurora. Cuando lo anormal parece normal, las astracanadas salen gratis y los apóstoles de la razón de la fuerza se imponen a los de la fuerza de la razón, el totalitarismo (revestido o no de falsa democracia) está servido. Cuidadín porque hace 80 años se empezaron a escribir las peores páginas de la historia con idénticos ingredientes. Cuando todo vale, al final nada vale. Ni la propia vida.

Lo último en Opinión

Últimas noticias