123 asesinatos después, ETA triunfa en Madrid

Opinión de Eduardo Inda

Resulta perogrullesco recordar que la libertad de expresión, amparada en el caso español en el artículo 20 de la Constitución, es un derecho fundamental. Pero sí se antoja conveniente recordar sistemáticamente que no hay derechos absolutos. La de expresión tiene, como cualquier otro ejercicio de libertad, sus límites y sus restricciones. Insultar con ese tan desagradable como españolazo «hijo de puta» a un prójimo que te cae mal no es legalmente permisible ni tampoco moralmente. Llamar «negro» a un ser humano de color ni puede ser tolerado ni debe tener cabida en el amplísimo perímetro de la democracia. Practicar el antisemitismo o el negacionismo del Holocausto debe estar prohibido no sólo penalmente sino también socialmente. Lo mismo que abrir la boca para endosar el repugnante «maricón» a un homosexual, condición sexual tan natural como la heterosexualidad. Igual que imputar falsamente un delito de esos que dan lugar a un procedimiento de oficio, es decir, calumniar, no puede salir gratis. Preceptos básicos de una sociedad moderna y auténticamente libre.

Una persona puede pensar lo que quiera, por muy asqueroso que resulte, pero no puede decir lo que le plazca. Por un doble imperativo legal y moral y, a más, porque si no esto sería la ley de la selva y acabaríamos como en el Far West: a tiros, a palos o a bofetada limpia. La cohesión social pasa por respetar las fronteras éticas y morales que a su vez son las que conforman la legislación de cualquier sistema democrático heredero de esa Revolución Francesa con la que empezó todo.

Sirva este pequeño introito para entrar en faena sobre esa obra Altsasu que se está representando en el Teatro de La Abadía, que se mantiene con los impuestos que pagamos religiosamente todos los contribuyentes madrileños. Este espacio cultural en el que se lava la cara al mundo etarra percibe todos los años 1,7 millones de la Comunidad de Madrid, 409.000 euros del Ministerio de Cultura y 50.000 del Ayuntamiento que preside José Luis Martínez-Almeida. Manda huevos.

La repugnante representación teatral es un fascistoide ejercicio de revisionismo histórico de la inmisericorde paliza de Alsasua 

El parné que aportamos a las arcas públicas no está para que se hagan panegíricos del terrorismo, tampoco para que se relativice a ETA y a su satánico mundo, menos aún para que se blanquee una mafia que no eran sólo los que empuñaban las pistolas y los que accionaban las bombas. En resumidas cuentas, me niego a financiar, por muy involuntaria e indirecta que sea esa financiación, ese diabólico relato sanchista en forma de insulto a la inteligencia que consiste en instalar en el imaginario colectivo poco menos que la banda terrorista no existió. Y que si existió se trató de unas ovejas descarriadas, de unos chicos equivocados a los que hay que perdonar cuando no han consumado contrición alguna ni han aclarado los 300 crímenes pendientes de resolver. Y que los matones que continúan imponiendo su ley por las malas o por las peores en el País Vasco y Navarra no son terroristas ni etarras. Ahora no te matan si eres constitucionalista, es verdad, pero sí te puede caer una tunda de padre y muy señor mío si vas por la calle con una bandera de España, si militas en Vox o si eres concejal del PP. Es moneda de uso corriente en las calles vascas y navarras.

La repugnante representación teatral no es ni más ni menos que un fascistoide ejercicio de revisionismo histórico de esa inmisericorde paliza que dos docenas de proetarras propinaron a dos guardias civiles y a sus novias en Alsasua, uno de los territorios comanches de esa tierra natal que me vio nacer y que ahora está dejada de la mano de Dios. Al teniente Óscar Arenas y al sargento Álvaro Cano les hicieron el pasillo de la muerte en ese tugurio llamado Koxka. Les dijeron de todo y por su orden —»hijos de puta», «cabrones», «¡esto os pasa por venir aquí!», «¡os vamos a matar por ser guardias civiles!»— y, acto seguido, les cayó una lluvia de puñetazos y patadas que provocó que el primero terminara con la tibia y el peroné rotos y el segundo con contusiones de las que tardó en recuperarse meses. La jauría quería más: «¡Cabrones, teníais que estar muertos, dadle más fuerte al puto perro!». Afortunadamente, el sargento pudo salir a la calle y llamar al cuartel, que se movilizó inmediatamente impidiendo que acabasen con la vida de su compañero. Las parejas de los guardias civiles padecieron gravísimas secuelas psicológicas y la de Óscar Arenas, vecina de Alsasua concretamente, tuvo que emigrar y no volver nunca más a su pueblo. Purito nazismo.

Los vecinos de Madrid no podemos ni debemos tolerar que se banalice a los victimarios proetarras de Alsasua como se hace en la obra teatral

La izquierda lleva años manos a la obra para lavar la cara a los terroristas de Alsasua. Porque si bien es cierto que no fueron imputados finalmente por terrorismo, pese a la petición del fiscal, no lo es menos que etimológica y semánticamente sí lo fue. El diccionario de la RAE no me desmiente precisamente a la hora de definirlo. Ahí van dos definitorias y definitivas acepciones: «Dominación por el terror» / «Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror» / «Actuación criminal de bandas organizadas que, reiteradamente, y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos». Blanco y en botella. Entre otras cosas, porque ni fue la primera vez que estos nazis actuaban de esta manera ni desgraciadamente la última.

Que la ultraizquierda no para en la vomitiva tarea de canonizar a esta chusma no me lo van a decir ni a contar porque lo padecí en carne propia cuando osé entrevistar a Pablo Casado en el lugar de los hechos, poco más de dos años después del apaleamiento. En 2019 concretamente. El tan onanista como podemita Risto Mejide, a sueldo de mis enemigos, echó una manita al dueño del bar Koxka, que nos encerró con llave después de desalojar a la clientela, y a los 25 proetarras que se congregaron en los alrededores con aviesas intenciones. Si llega a ser el Papa, directamente los santifica sin canonización previa.

El faker podemita se dedicó a cuestionar nuestra versión asegurando que no había dos docenas de facinerosos rodeando el local. También negó que el dueño del batasuno local nos hubiera enclaustrado a la fuerza tras echar la persiana abajo. Lo hizo basándose en unas imágenes tomadas a unos 40 metros de distancia en las que no se veía absolutamente nada, tomadas además minutos después de que la Guardia Civil se hubiera plantado allí obligando al restaurador abertzale a franquearnos el paso. Ahí están tanto la versión del entonces presidente del PP, como de su jefe de escoltas, como de la a la sazón baranda regional popular, Ana Beltrán, que declararon exactamente lo mismo que yo.

La verdadera memoria histórica nos obliga a recordar que los jefes de los gángsters de Alsasua asesinaron en Madrid a 123 personas

En Alemania, que no es precisamente una dictadura, ni siquiera la autocracia en la que Pedro Sánchez está convirtiendo España, sería física y metafísicamente imposible representar una obra que endulzase el nazismo, el posnazismo o el nazismo 3.0. Más que nada, porque es ilegal. En España nos están acostumbrando a mirar hacia otro lado, a callar y a decir amén ante estas falsificaciones de la historia que perpetran Podemos, Sumar y ahora el PSOE de Pedro Sánchez con tipejos como ese delegado del Gobierno, Francisco Martín, que elogió a Bildu en términos que debieron sonrojar a Arnaldo Otegi: «Han hecho más por España que todos los patriotas de pulsera».

Los vecinos de Madrid no podemos ni debemos tolerar que se banalice a los victimarios proetarras de Alsasua y, para más inri, humillando y dejando como unos embusteros a los guardias civiles a los que no mataron porque Dios no quiso y como unos prevaricadores a los tribunales que dictaron sentencia. Y, desde luego, no vamos a permitir que se blanquee a esta basura proetarra en un teatro sufragado por nuestros bolsillos con una obra dirigida por una tipa que, casualmente o no, comparte apellido con esa Jone Goiricelaia que el diario El Mundo bautizó como «ministra de ETA» por su pertenencia a la Mesa Nacional de la Herri Batasuna de los peores años de plomo.

Opinaba el mayor asesino de la historia, Josef Stalin (50 millones de crímenes le contemplan), que «una muerte es una tragedia, un millón sólo estadística». Eso es lo que quiere el socialcomunismo gobernante en medios e instituciones, que el dolor que ETA y sus herederos políticos han causado y causan acabe jibarizado y convertido en estadística o anécdota. La verdadera memoria histórica nos obliga a recordar que los jefes de los gángsters de Alsasua asesinaron en Madrid a 123 personas con el consiguiente destrozo de 123 familias. Por ellos, por su memoria y por la dignidad de Óscar Arenas y Álvaro Cano exigimos a Isabel Díaz Ayuso y a José Luis Martínez-Almeida que corten el grifo a este teatro. Si quieren practicar esa aberración que es la apología del filoterrorismo que lo hagan pero no con nuestro parné. Hasta ahí podíamos llegar.

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