Berria: cuatro años de pasión por el vino

A este servidor, que ha hecho de la búsqueda del placer un oficio respetable —y a ratos extenuante—, le han visto más veces con una copa en la mano que con un bolígrafo. No es descuido, ni falta de rigor. Es que el vino, cuando es de verdad, exige otra forma de atención: más permeable, más lenta. Hay algo de ritual y algo de abandono. Hay ciencia, y hay fe. Madrid, con su teatralidad urbana y su neurosis bendita, no lo pone fácil. Aquí el ruido manda, la prisa estorba y el azar rara vez lleva a buen puerto. Hay que saber mirar.
La escena del vino madrileña vive un momento particularmente estimulante. En apenas unos años, la ciudad ha visto florecer una nueva generación de espacios dedicados al vino con criterio, profundidad y ambición. Cada uno con su personalidad, su enfoque y su manera de interpretarlo, pero todos con un denominador común: el compromiso con una selección cuidada, con el servicio entendido como acompañamiento, y con la creación de entornos donde el vino pueda desplegarse con sentido. Existen tabernas pioneras como Averías en Chamberí, rincones con vocación de club, como The Library, pasando por propuestas con alma pedagógica y vibración contemporánea, como Vinology. Y por supuesto Berria, un templo sereno con mirada enciclopédica, el mapa actual revela una madurez afinada, diversa y cargada de intención. Estos tres últimos concentrados en apenas unas calles que rodean la Plaza de Independencia, convertida en estos años en uno de los núcleos más estimulantes de la escena gastronómica madrileña.
Y cuando uno de esos lugares cumple años, no basta con contar la efeméride; uno debe de detenerse un momento, levantar la vista y reconocer que algo —alguien— lo ha hecho bien. Y en esa pequeña cartografía de lo excepcional, Berria ocupa un lugar privilegiado. A los pies de la Puerta de Alcalá, este restaurante convertido en referencia celebra ahora cuatro años de fidelidad a una idea clara: crear una gran casa para el vino con criterio, profundidad y con una bodega que no responde a modas, sino a una visión personal, afinada y libre, donde la excelencia no intimida y la rareza no excluye.
Porque cuando uno construye una cava como la de Berria —con la descomunal cifra de 3.000 referencias y más de 100 vinos por copas—, lo lógico sería guardarse bien las joyas, dejar que reposen en la penumbra del fondo y, si acaso, enseñarlas con cuentagotas, como quien muestra una herencia. Pero no. En un gesto tan generoso como provocador, el restaurante ha decidido celebrar su cuarto año de vida abriendo su bodega como se abre una carta personal: con algunas de sus referencias más codiciadas, disponibles por tiempo limitado a precios poco habituales para etiquetas de esa categoría. Y hablamos de palabras mayores. Nombres que hacen salivar a cualquier aficionado con dos dedos de curiosidad: Jacques Selosse, François Raveneau, Kei Shiogai… referencias del Viejo Mundo que figuran entre lo más codiciado de su bodega. A su lado, la fuerza de ciertos proyectos nacionales como Dominio del Águila, Bodegas Cerrón y otros tantos que no caben en una simple lista. Una selección excepcional, disponible solo hasta el 30 de marzo, que convierte estos días en una oportunidad rara para darse un homenaje con algunas de las botellas más codiciadas, frente a uno de los escenarios más reconocibles de Madrid.
No hace falta ser un experto para sumergirse en el universo de Berria. Basta con dejarse guiar por su equipo de sumilleres, profesionales con trayectoria internacional que entienden el servicio como un ejercicio de escucha, de interpretación y de conexión real con el comensal. No hay fórmulas fijas ni discursos recitados de memoria. Cada recomendación se ajusta al momento, a la persona, a lo que pide la mesa. Quien busca dejarse llevar encontrará en la bodega un universo por descubrir; quien prefiere lo conocido, lo tendrá sin necesidad de justificaciones. El abanico es amplísimo, el acceso es real y el placer no entiende de formalismos. Cada visita es una invitación a disfrutar sin prejuicios, sin protocolos innecesarios, sin complicaciones que eclipsen lo esencial: hacer que el placer de beber bien esté al alcance de quien quiera disfrutarlo.
Si en Berria el vino marca el pulso de la experiencia, la cocina acompaña con una propuesta medida, sobria en el gesto, pero afinada en la ejecución. La carta gira en torno al producto, sin giros conceptuales ni fuegos artificiales, pero con inteligencia, ritmo y precisión. Hay entrantes reconocibles, pensados para abrir boca sin desviar la atención de la copa, como la patata chip con anchoa y velo ibérico o la ensaladilla con bonito de Santoña; un apartado dedicado a los huevos, un pepito de ternera que justifica por sí solo la visita —carne impecable, de las que se deshacen como mantequilla—, pescados trabajados con una delicadeza que respeta la calidad del producto y postres como el tiramisú pasiego, que miran al norte y hacen un guiño al origen del restaurante. Porque sí, esta casa tiene nombre de playa cántabra. Concretamente la playa de Berria, en Santoña, un enclave con gran carga emocional para los propietarios Gabriela Alcorta y su esposo, Juan Rivero, una pareja apasionada por el vino que ha encontrado en este proyecto el escenario perfecto para dar rienda suelta a su forma de entender, vivir y compartir esta pasión que algunos consideramos una de las más nobles formas de placer.
Cuatro años, si se han vivido con intensidad, dan para mucho. Para seleccionar, para corregir, para atreverse. Para reunir etiquetas imposibles, para fidelizar a una clientela exigente, reincidente y cómplice, para convertirse en destino por derecho propio en una plaza que ya lo era por sí sola. Y también, por qué no decirlo, para celebrar.