La boda de María y Patrick
Hay casas que no necesitan presentación porque ellas mismas hablan, respiran, laten. Bellagre es una de esas raras joyas: la casa heredada por los descendientes de los Juan de Sentmenat y Fontcuberta, situada en lo alto de un montículo que parece elevarla, literal y simbólicamente, por encima del resto del mundo.

Allí, donde antaño reinaron las grandes fiestas de doña María Fontcuberta, volvió a escribirse una noche memorable. Porque María y Patrick se casaron y la casa se transformó en un cuento. No uno cualquiera: uno de esos cuentos donde la tradición abraza la modernidad, donde la elegancia convive con lo gamberro, donde la familia es protagonista y la felicidad se vuelve física.

El día había empezado con serenidad. Una ceremonia íntima, familiar, absolutamente verdadera, oficiada por un notario amigo de todos, testigo de años de historia entre los Sentmenat y los Tejada. María llevaba un vestido lencero de una elegancia tranquila, pura, de esas que no necesitan explicación. Una hada. El novio de chaqué llegó conduciendo su coche, acompañado de su hijo Álex y de la novia de éste, grabaron un selfie anunciando que iban «a buscar a María» y lo hicieron con ese entusiasmo que delata los afectos reales.

Tras el sí, quiero, la comida familiar fluyó con risas, anécdotas, complicidades. Beatriz Lerdo de Tejada, la madre de la novia, discreta y divertidísima, irradiaba esa mezcla irresistible de linaje impecable y sentido del humor afilado que distingue a quienes no necesitan alardear de nada. Ratón, cada día más guapa, contenía su emoción con un orgullo suave, precioso.

Pero Bellagre estaba esperando. Y cuando el sol empezó a declinar, comenzó el desfile hacia la cima de la finca. Dos jóvenes impecablemente educados del grupo de amigos de Ratón -los pijos de verdad trabajan- recibían a los invitados. El camino, flanqueado por los pinos que conocen historias que jamás contaremos, bordeaba la piscina histórica, la primera construida en Mallorca fuera de un hotel. Allí, bajo la luz exacta de la tarde, uno podía sentir que la fiesta apenas empezaba.

Al llegar a la fachada principal, comprendimos que los novios habían decidido convertir la noche en su propia película navideña. Nada estridente: refinado, cálido, cinematográfico. El portalón, con el blasón familiar presidiendo, abría paso a una alfombra roja que conducía directamente al interior. La biblioteca -esa maravilla de madera noble y luz íntima- había sido transformada en un guardarropa elegantísimo atendido por dos jóvenes impecables, tan amables como guapos. Inteligentes también, porque saben que la educación se perfecciona trabajando, cumpliendo, haciendo.

Igual que la propia María, que había supervisado la decoración navideña pieza a pieza, seleccionado menús, reorganizado espacios y confiado en Paco Colombás y en la fascinante Dade Marqués para transformar Bellagre en pura magia. Su hermano Alfonso acabo la sesión musical con maestría. Estaba más feliz que una perdiz y su mujer, guapísima. Alfombra roja, decoración campestre, guirnaldas a tutti plen, velas, lucecitas aquí y allá, y mucho verde recogido en los preciosos jardines de la propiedad.

Y los invitados… ¡Ah, los invitados! Un mosaico exquisito donde cada pieza tenía un brillo propio. Mi adorada Susy Gómez, espléndida, acompañada de Alberto Tomás -elegantísimo en su smoking de verano con chaqueta blanca- y de Frank Vicet, venidos desde Santo Domingo solo para acompañar a los novios. Chisca Ozonas Morell, brillante por sus lentejuelas y por ese petit casquette de noche que sólo ella puede llevar sin que tiemble la estética universal. Desde Nueva York, Guillermo Guiamonna, uno de los hombres más distinguidos que uno puede conocer, y Omar Hernández, La Ranita, impulsor de los clubes más cool de América, alma magnética donde las haya.

Evelyn Morell llegó hermosa y feliz y Pepe Oliver con sus guapísimos hijos. Pepe es uno de los grandes relaciones públicas de España, una leyenda. Es discreto, leal, de los que nunca han abierto la boca sobre quien no deben. Su cuñada Blanca, vestida de rojo, tan imponente que la confundí con mi queridísima Marta Gayá; error mío, alivio instantáneo. Y Marcos Ybarra, creador junto al hoy duque de Feria de Scalpers, con una chaqueta verde botella de terciopelo que era un poema de elegancia. De su brazo, Flavia Moreno-Barberá, espléndida. Mi hermana Àngels llegó preciosa pese a un accidente previo; disfrutó poco, pero vivió lo esencial, y Marcos tuvo la gentileza de acompañarnos al hospital, donde Àngels posó en silla de ruedas como una jequesa.

Y tantos otros: Alma López y su marido, Cecilia Santos y Rafael Velón, Blanca Navarro, Carlos Barceló e Idoia Ribas, Valentín Zamora y Rafel Brunet, hoy figura pública de primera línea. La lista sería interminable, pero todos estaban donde tenían que estar.
La música se apagó un instante y en ese silencio cargado de expectación el novio tomó el micrófono desde la escalinata principal. Estaba feliz, emocionado, viviendo plenamente su gran día. Habló con verdad, de esa que no necesita adornos. Le siguió Álex, su hijo, imponente en altura y en nobleza. Dijo lo que sentía por María y por Ratón con elegancia y madurez. Fue un discurso directo al corazón, limpio, luminoso. Después habló Ratón, agradeciendo, emocionando, uniendo. La siguió Lourdes Reynés, la mejor amiga de María desde la infancia, esas amistades que son raíces. Y finalmente los primos y primas Sentmenat, escoltando a los novios desde la escalera como si contuvieran la historia entera. Fue un momento coral, emotivo, precioso.

Cuando los discursos terminaron, la música estalló de nuevo. Las luces fluorescentes inundaron la sala y María empezó a bailar. Sola, rodeada de los suyos, con su vestido blanco de noche estilo princesa -un homenaje a su abuela- y un lazo negro sobre el hombro, la combinación más elegante según Chanel. Giraba feliz, luminosa, convertida en una peonza radiante. Nunca la habíamos visto tan alegre, tan libre, tan ella.

La cena fue un viaje: japonés, luego mallorquín, después tacos mexicanos hechos al instante y finalmente turrón de chocolate, como un abrazo a la infancia colectiva. Y la fiesta siguió su curso, fresca, gamberra, elegantísima. Mi momentazo llegó cuando pedí una foto y entregué mi móvil a un señor distinguidísimo. De pronto, sin previo aviso, Joaquín Prat y Andrés Soldevila me levantaron en volandas e hicieron conmigo la sillita, balanceándome entre risas. Un gesto inesperado, festivo, encantador. La prueba definitiva de que la noche no tenía etiquetas, ni corsés, más allá del dress code, impecablemente cumplido por todos.

Nadie quería irse. Nadie. Nos marchamos a una hora decente, después de bailar, cantar, reír y celebrar a los novios más guapos del mundo. Fue una noche muy María.
Y por tanto, una noche mágica, luminosa y aristocráticamente gamberra. De las que se recuerdan siempre. He dicho.
