Cuanto más «elitista» eres, más impones la agenda verde al campo

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En un estudio de un equipo de científicos sociales publicado por Cambridge University Press titulado ¿Por qué las élites son más cosmopolitas que las masas?, se ponían al descubierto sorprendentes brechas en las opiniones y perspectivas políticas entre las «élites» y la gente común en varios países occidentales. Las «élites», como saben, son grupos minoritarios que tienen un estatus superior al resto de las personas de la sociedad y que ostentan mucho poder, sobre todo político. Las actitudes de las «élites» son expresiones de un «capital cultural» que las distingue de las masas, digamos, con menos «mundo». Más provincianas.

Quien quiera seguir perteneciendo a la clase alta cosmopolita o hacerse un hueco en ella ha de sostener un discurso que funcione como marcador de pertenencia, de manera similar a como los gustos por la música y el arte clásicos fueron marcadores de la cultura burguesa en los siglos XIX y XX. Hoy en día triunfa todo lo que tiene que ver con el «género» y -sobre todo en EEUU- la raza. Pero tenemos en común un generalizado relato sobre el «cambio climático» o la megalómana idea de que está en nuestra mano la «salvación del planeta». En comparación con las masas, esas «élites» se caracterizan por asegurar que debemos luchar contra el cambio climático, incluso si frenamos el crecimiento económico. En EEUU, según este estudio, aunque la mayoría de los votantes comunes y corrientes se oponen al estricto racionamiento de carne, electricidad y gas para esa lucha, el 89% de los graduados de la Ivy League (las universidades más prestigiosas) y el 77% de las «élites» en general están a favor de ello. Seguramente porque si estos racionamientos realmente se llevaran a cabo tendrían más posibilidades de esquivarlos.

Nada representa mejor ese movimiento que reclama su lugar en la cumbre del cargo político que unos políticos de Sumar o Podemos que, por ejemplo, exigen reducir el agua a las granjas y al turismo para combatir la sequía. Ione Belarra, por ejemplo, secretaria general de Podemos, ha exigido que se tomen «medidas contundentes» como reducir el 80% el agua disponible para las llamadas macrogranjas, así como para la agricultura intensiva. «Es ahí donde tenemos que empezar a poner límites, donde más agua se consume y más agua se contamina».

Estamos en plena ebullición de las rebeliones de agricultores, ganaderos y, quizá muy pronto, de pescadores. La ola empezó en los Países Bajos y fue descendiendo hasta España. La Unión Europea, para mí el proyecto más importante del siglo anterior y del actual, se ha dejado llevar de forma alarmante por la llamada «agenda climática». Pretende que los agricultores destinen el 4% de la tierra cultivable a espacios no productivos, que roten sus cultivos y que reduzcan un 20% el uso de fertilizantes. Se trata de medidas no sólo impopulares y en contra de la competitividad del sector primario: lo condenan a luchar en el mercado contra quien no debe cumplir ninguna de estas normas. El Pacto Verde Europeo de la UE exige al campo una «producción respetuosa» con el medioambiente, lo que se traduce en restricciones que encarecen el producto. Con el argumento del cambio climático crece la burocracia, los días sin trabajar y la hipocresía con otros países ya que, mientras tanto, Europa importa frutas y verduras de países del norte de África.

Robert Henderson sostiene que hay muchas ideas y opiniones que confieren estatus a la clase alta, mientras que a menudo infligen costes a las clases bajas. Que muchos políticos están más interesados en servirse a sí mismos que en servir al bien común. Les llama a eso «creencias lujosas». Pero muchos sectores ya están hartos de ser los paganos.

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