El tonto no era Redondo, el tonto es…

El tonto no era Redondo, el tonto es…

Varios socialistas de los que aún conservan la voz van confesando su patética impresión de lo escuchado en la entrevista de Évole con Iván Redondo. Parece como si se hubieran caído del guindo. Por mi parte, tengo que acogerme a un recuerdo persistente: las veces repetidas en las que he conocido a este memo con vistas a la bahía, he venido insistiendo en una constancia: Iván Redondo era y es un cebollino fatuo. Lo es tanto que su ejercicio dominical de preparada bobería ha servido, según juicio general, no sólo para asentar la estulta condición de entrepelado, sino para caer en la cuenta de que únicamente un necio mayor puede echarse en brazos de un personaje como el ex-gurucillo, apelativo que, perdónese la cita, le he venido adjudicando desde que hace años pasaba con él a la fuerza largas tardes de coche camino a una cierta televisión. Dice en privado uno de esos socialistas implacables que pululan abochornados, algo que nunca se atreverá a señalar en público: “Lo peor de la entrevista es que Redondo ha desnudado a Sánchez”. Hay que creer que esto es verdad, que le ha dejado con el tafanario al aire de La Moncloa, salvo… que las continuas referencias a la relación directa del jefe y su subordinado sean lisa y llanamente mentira, que se trate de exordios fantasiosos con los que el entrevistado quiso acrisolar su mando y su responsabilidad en la conducción de los asuntos públicos durante estos tres últimos años.

En un pasaje del programa, el periodista -esta vez recio en las preguntas- tuvo que esforzarse sobremanera (y se le notó) para no prorrumpir en una abultada carcajada. Sucedió que el bodoque en cuestión metió la mano en su chaqueta, se sacó dos piezas de ajedrez: un peón y una reina, y con un aire de suficiencia superior a la de un general en maniobras, explicó, primero a su interlocutor y después a toda España, cuál es el modo de actuar de esas dos figuras, lo que trasladado a la vida política es algo así como: “¡Ahí queda eso!”. A Évole, a punto de estallar, casi le entra uno de sus conocidos episodios de cataplexia, una pirueta patológica muscular que puede terminar con el paciente en los suelos. Évole se libró de ella, y sí, estuvo a punto de caer al piso, pero fue simplemente por efectos de la risa desbocada.

Pero la cosa no es de risa y además viene de largo. En algunos instantes antológicos de sus comparecencias televisivas, el gurucillo en paro se acercaba a un pizarrón preparado al efecto y, con lenguaje copiado del maestro Antonio Ozores (ya se sabe: “La lavadora tiene un amigo perito agrícola y por eso juega en el Rayo Vallecano y… yo le doy un consejo a mi vecino… las llaves están el excusado” ).  Así, modo Ozores, se marcaba una explicación, también gráfica que terminaba con esta asombrosa aclaración: “…pero ya se sabe que en unas elecciones puede pasar cualquier cosa”. En una ocasión, sentado en el plató al lado de una periodista entonces desconocida, Isabel Díaz Ayuso, escuché decir a la hoy presidenta: “Dávila, la gallina, la gallina”. Es decir, que la absoluta estulticia, mezclada con un desahogo que ni Maradona en sus  tiempos, no ha sido una revelación para los que hemos tenido clásicamente la oportunidad de tratar con tan fatuo sujeto

Pero lo peor ha sido esto: que Sánchez depositó sobre él todas nuestras vidas y haciendas. Sánchez ordenaba. “Pon de portavoz del Covid a uno de los nuestros”, él asentía, y colocaba a un tal Fernando Simón, que parecía venir de pedir limosna en Callao. Nos quería -y aún quiere- freírnos sin piedad a impuestos, con el mantra de que lo hace por nuestro bien, y para el menester se inventó a la señora Montero, sacada a regañadientes de una noche flamenca en una venta de los suburbios de Sevilla. De comandita, jefe y monaguillo, sujeto Sánchez y objeto Redondo, se ponían de fiesta apenas levantados de la cama y se encelaban con que “hoy vamos a hacer unas llamaditas, vamos a menear a la Iglesia, a asustar a los bancos, a darles pelas a los funcionarios y a llamar carcas a los provida”. Sin pestañear. Ahora sabemos que el cúmulo de soberbias idioteces que los dos han venido perpetrando en todos los meses de este negro trienio, ha salido de sus mentes alteradas. Realmente, Évole, en su mejor entrevista, hay que reconocerlo, han puesto a ambos en evidencia. Si todavía existiera aquel jocoso premio, dedicado a los bobos sublimes, que un grupo de jocundos personajes (Carandell era el promotor) organizó en una taberna del padre Lezama, los dos, maestro y ayudante de cámara, se disputarían el galardón hasta el último minuto de los debates. Mejor dicho, el premio se adjudicaría ex-aqueo a los dos aspirantes, con banda incluida rematada con  una tiza.

¡Qué no hubiera incluido de estos casos La Codorniz en su sección: “No se enfade usted si le llamo tonto”, la más perseguida por los idiotas censores del franquismo! ¡Qué hubieran escrito si todavía estuviera en los kioscos! Évole ha prestado -y no aposta, lo cual tiene mucho mérito- un servicio definitivo a los españoles que nos estamos todos los días preguntando cómo es posible que nos esté pasando esto y con tipos de este jaez. Creo que ya lo sabemos. Alguien escribió una vez: “Un burro se pasó media vida fingiendo ser un caballo, pero tarde o temprano rebuznó”. El gurucillo rebuznó el pasado domingo: Sánchez aún sigue de cuadra.

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