El «efecto Sánchez» y el zumo de limón

En junio de 2010, el periodista norteamericano Errol Morris, de The New York Times, publicó en su blog la historia de un atracador que en 1995 asaltó dos bancos en la ciudad de Pittsburgh a cara descubierta y armado con una pistola.
El suceso no tendría nada de insólito en su género si no fuera porque, al ser detenido, el ladrón, MacArthur Wheeler, de 45 años, se mostró sorprendido de que la policía le hubiera identificado. La colaboración ciudadana permitió a los agentes localizarle una hora después de que su rostro, captado por las cámaras de seguridad de las sucursales, apareciera en los noticiarios de televisión.
«Pero si llevaba encima el zumo», dijo a los agentes que lo arrestaron, extrañados por su comentario. La declaración tenía su sentido: Wheeler había utilizado una portentosa, al menos así lo creyó él, fórmula de enmascaramiento y se sorprendía de que, a pesar de ello, le hubieran reconocido.
El truco de Wheleer consistía en rociarse la cara con zumo de limón en la creencia de que, gracias al líquido de los cítricos con el que se hace la tinta invisible, su cara no se podría ver en las cámaras de seguridad. La eficacia del método la había comprobado él mismo en su casa al autorretratarse con una cámara Polaroid. La imagen resultante del disparo reveló una masa blanquecina informe.
Wheeler creyó que aquella abstracción era su rostro invisibilizado por el jugo del cítrico, sin darse cuenta de que la ausencia de imagen podía deberse a tres razones: que el papel fotográfico estuviera en malas condiciones, que no hubiera enfocado correctamente o que el propio escozor del zumo de limón en los ojos le hubiera hecho desviar el objetivo de la Polaroid y retratar la pared de la habitación.
La increíble historia de MacArthur Wheleer llamó la atención del profesor de psicologia social David Dunning, de la Universidad de Cornell, quien publicó en 1999 un estudio con su estudiante de posgrado Justin Kruger que ha dado nombre al «efecto Dunning- Kruger», en el que se formula que nuestra incompetencia enmascara nuestra capacidad de reconocer nuestra incompetencia.
En el caso de Wheleer, «si era demasiado estúpido para ser ladrón de bancos, quizá también lo era para saber que era demasiado estúpido para serlo», apostilló Errol Morris en su blog. Como explicaría Dunning al propio Morris, el sello distintivo de una persona inteligente «es saber que hay cosas que no sabes que no sabes».
El «efecto Dunning-Kruger» tiene incontables aplicaciones en la vida. La tentación de aplicarlo a la política española es irresistible, y los es más aún si se piensa en un presidente de Gobierno acusado de plagiar en su tesis doctoral, sobre cuya verdadera autoría hay también sospechas declaradas.
Ya sería éste un primer atisbo de una personalidad cuya incompetencia enmascara su capacidad de reconocerla. Si no eres capaz de escribir una tesis sin plagiarla o sin que otras manos te ayuden a escribirla, tampoco lo eres para reconocer que jamás deberías haberte propuesto presentar una tesis y, aún menos, sobreestimar tus nulas capacidades para ello.
A partir de ahí, todo lo que concierne a Pedro Sánchez y su desenvolvimiento en política viene por añadidura. Pongamos, por ejemplo, su entreguismo a los designios de Puigdemont por mantener sus siete votos como pilar de la legislatura. Curiosa, por cierto, la apelación de Sánchez esta misma semana a su «mayoría escurridiza» en el Congreso de los Diputados, cuando la consigue para algunas cosas, no para el mandato constitucional de presentar presupuestos, con un «escurridizo» prófugo de la Justicia.
Si de algo es perfectamente consciente el dirigente de Junts es de que Sánchez es un incompetente jefe de Gobierno que no sabe que lo es. Por eso Sánchez puede creer en la validez de una Ley de Amnistía de la que renegaba meses antes, aunque sea una claudicación del poder que ostenta formalmente ante quien lo detenta en realidad, que no es otro que Puigdemont, a cambio de su apoyo para permanecer en La Mareta, digo, en La Moncloa.
Restregado el rostro con zumo de limón para creerse un genio de la política con su pacto para el «pufo» catalán negociado con ERC, todo el mundo ve la cara del atracador de las regiones más pobres para aumentar los privilegios de una de las más ricas.
Presentado con la misma máscara de cítrico como adalid de la democracia mundial con Lula, Petro y Moric, todo el mundo identifica el rostro del autócrata dispuesto a eliminar los contrapesos democráticos a su poder, mientras cede instrumentos clave de la inteligencia nacional a empresas teledirigidas por la dictadura china.
Cuando se hace un «selfie» como valladar contra las derechas, sale la instantánea de sus alianzas ultras con los herederos de ETA y los supremacistas catalanes.
Cuando se postula como adalid de la España que avanza, la foto resultante es el apagón que nos devolvió a la era de las cavernas; los servicios públicos otrora modélicos, como el ferroviario o el postal, que se caen a pedazos; las empresas, autónomos y familias esquilmados por una voracidad fiscal irrefrenable; o la renta de los españoles que se mantiene congelada en los tiempos del pasado cambio de milenio.
La autocomplacencia demostrada por Sánchez el pasado lunes en su rueda de prensa para hacer balance del curso político, es también el resultado de exprimir sobre sí mismo varias toneladas de limones para tratar inútilmente de enmascarar su responsabilidad manifiesta como jefe de Gobierno y líder de su partido en la corrupción que asola al Ejecutivo y al PSOE. Aunque él crea que es invisible, no puede evitar que aparezca en las imágenes de la banda del Peugeot como el jefe del tinglado.
El «efecto Donning-Kruger» podría tener perfectamente en España el nombre de «efecto Sánchez». El retrato que se hizo de sí mismo al comienzo de la legislatura le indicó que su fórmula era correcta: en vez del rostro de un presidente de Gobierno con las ideas y los principios claros sobre lo que debía de ser su tarea democrática, le salió una imagen borrosa e informe, sin perfiles éticos ni morales, justamente la deseada para invisibilizar su incompetencia y a la vez garantizar su impunidad mientras hiciera efecto el zumo de limón. O eso es lo que él creía.
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