Chamartín no es una estación

Vivo cerca de Chamartín, el lugar de la tierra que mejor homenajea el fin de la especie humana, y la padezco como paisaje emocional, con sus esquizofrénicos gritando y sus alemanes brindando a 8 de la mañana todos a la vez por todas partes. Porque no es una estación, es un estado mental y un esquema perfecto del país que nos queda: disfuncional, inexplicable ¡Chamartín es el Castillo de Kafka! Como España.
El viernes quise coger un tren. Solo eso. Para reunirme con mi familia. Antes, como tantos, tuve que descender al nivel más turbio de la conciencia, arrastrando una maleta y una angustia creciente por los intestinos de Chamartín. Todo es confuso, caluroso y nihilista. Porque no es una estación: es un estado del espíritu.
¡Una cosa! Las escaleras suben pero no llevan a ningún sitio. Las rampas bajan hacia fosas de hormigón donde no hay trenes, ni luz, ni respuestas. Una señora me dijo que iba a Valencia y reapareció, dos horas después, en Burger King, temblando, con cara de Vietnam.
Las pantallas anuncian destinos que no alcanzan pero cambian de andén cada cinco minutos, alguien se burla de nosotros desde una cabina de control secreta. No bromeo, Chamartín podría ser una singularidad espacio temporal que desafiase las leyes de la física moderna y nos trasladase a una realidad paralela donde existe una civilización que adora la blancura, el orden y el silencio, tras este vórtice de vileza máxima….
Busqué un plano. ¡Qué! Pregunté. Señalan con gesto vago, como quien indica el camino al más allá. Caminé. Corrí. Volví sobre mis pasos con dificultades para respirar, cada vez hacía más calor y el ruido (megafonía sin callar jamás) me perforaba las meninges. Palpitaciones, me compadecí hondamente de los que pasan en ese enclave maléfico más tiempo que yo. Los trabajadores que habitan esa coreografía del engaño.
¿Dónde está la planta cero? Las vías se multiplicaban vacías, todas cerradas, simétricas, lisérgicas, transparentes, locas, un policía dormitaba. A su lado, un cartel caído advertía de (el apocalipsis) la reforma integral. Me agarré a una barandilla y vi mi reflejo en una puerta metálica, atrapada en un bucle sin fin. Sentí que me desmayaba, me absorbería el suelo. La entropía.
Chamartín no es una metáfora, es España. Todo huele a cemento, a improvisación, a recursos no gestionados. Todo se sostiene por inercia y mala suerte, excepto para Óscar Puente, despacho insonorizado.
Chamartín no es un accidente. Es un retrato. Aquí no falla la vía: falla el sistema. El enchufe. El que coloca a incapaces en cada puesto, desde la ventanilla hasta el Ministerio. Y entonces, entre polvo y sudor, uno lo entiende: el tren nunca existió. Solo era una excusa para perderte. Una trampa semiótica. Un sudoku del que solo escapas si renuncias.
Vivo cerca de Chamartín. Paseo por los alrededores como quien patrulla los bordes de un laberinto postnuclear: turistas atocinados, niños llorando, mochileros quemados y jubilados que no saben si han llegado o si ya han muerto.