La tolerancia infinita de Colau
He de decir que, al contrario que la inmensa mayoría de la malencarada cúpula podemita, Ada Colau siempre ha sido enormemente educada y cordial conmigo. Tan obvio es que estamos en las antípodas ideológicas como que el trato mutuo es impecable. Lo normal, por cierto, en democracia, y lo que fue sacrosanta costumbre en esa Transición en la que tipos como Adolfo Suárez, representante de la derecha patria, dialogaban sinceramente con el asesino al que el régimen franquista había endosado el cartel de enemigo público número 1, Santiago Carrillo. Así se consiguió, por cierto, el periodo más longevo de estabilidad y prosperidad de nuestra convulsa historia.
Pero, como quiera que lo cortés no quita lo valiente, no me queda otra que criticarla por su gestión de esa maravillosa ciudad que es Barcelona. La antaño capital de la vanguardia española se ha convertido por culpa de los golpistas en una urbe tirando a aldeana. Y lo que constituía uno de los centros urbanos más seguros del mundo es en estos momentos una suerte de Far West en el que salir indemne depende más de la buena suerte que de la impepinable estadística.
El triste compendio de cuanto digo es el vídeo del apuñalamiento esta semana de una chica de El Vendrell en un bar de copas del Puerto Olímpico. En las terribles imágenes se observa cómo dos sujetos roban el móvil a la muchacha. Cómo Sara, así se llamaba, protesta. Cómo llega el encargado de la seguridad del establecimiento. Cómo invita a salir del local a los facinerosos. Y cómo, ni corto ni perezoso, uno de ellos apuñala primero al armario dominicano que guarecía la puerta y cómo instantes después revienta el corazón de la joven.
Otra de las imágenes que acongojan al local y ahuyentan al visitante data de hace 10 días. En ellas se contempla cómo dos quinquis se aproximan a un incauto turista, le meten la mano en el bolsillo, le sustraen todo el dinero que lleva consigo y se alejan caminando como si tal cosa. No a la carrera. No. Con parsimonia. Como si tal cosa. Como cualquier ciudadano que pasea pacíficamente por la calle camino del trabajo o del ultramarinos del barrio.
Los datos reflejan que los robos violentos se han multiplicado por dos en Barcelona desde la llegada al poder de los podemitas
Las tan frías como insobornables estadísticas acallan sin posibilidad de réplica las dos líneas argumentales de la alcaldesa: “Barcelona es una ciudad segura”, “esto es una campaña de las ciudades rivales y de la derecha política”. Los robos violentos se han disparado ¡¡¡un 31%!!! en el primer semestre de este año en la Ciudad Condal. Cualquiera podría replicar que se trata de una situación puntual. Cuentos. Y lo que no son cuentos, son cuentas. Y las cuentas reflejan que los robos violentos se han multiplicado por dos desde la llegada al poder de los podemitas al otro edificio de la Plaza de Sant Jaume.
El primer ejercicio completo de Ada Colau en la Alcaldía de la segunda ciudad más poblada de España, es decir, 2016, se saldó con 4.681 robos con violencia. Un año más tarde la cifra subió a 5.013, mientras que 2018 se cerró con 5.665. Que estamos en situación límite lo demuestra el escalofriante dato del primer semestre de 2019, en el cual se han perpetrado 7.423 robos con violencia, casi 2.000 más que en el conjunto de 2018. Al paso que vamos, el balance definitivo a 31 de diciembre puede doblar al de los 12 meses del año anterior, eso en el caso de que no se tripliquen, que por ahí puede andar la cosa.
Que Barcelona es de largo el farolillo rojo en el siempre incómodo apartado de la delincuencia no sólo lo afirmo yo, la oposición municipal o ese augusto barcelonés que es Albert Rivera. También lo aseveran las estadísticas del Ministerio del Interior, que apuntan que la sede de los Juegos Olímpicos de 1992 o del internacionalísimo Mobile World Congress fue la que lideró el aumento de delincuencia en España en 2018. El incremento fue casi exponencial: un 17%. Y no sólo de los delitos comunes sino también, y lo que es peor, de los sexuales. Las violaciones se dispararon un 15%, cifra que debería hacer saltar las alarmas a una persona tan sensibilizada con los derechos de la mujer como es Ada Colau.
Barcelona bien recuerda a esa Nueva York de los 80 en la que el mix de tolerancia, imbecilidad y demagogia demócrata dispararon al cielo los ratios de criminalidad. Aún recuerdo un viaje a la Gran Manzana en el año 89 en el que a mi madre le pegaron un tirón por la calle que quedó en un susto (los malos no lograron hacerse con su bolso) y horas más tarde le robaron la cartera. Los demócratas Koch y Dinkins lograron con su política de tolerancia infinita que la capital del mundo se convirtiera en el santuario de los ladrones, los violadores y los asesinos. Consecuencia: se desplomó el turismo, se hundió el sector inmobiliario y la apetecible Nueva York quedó borrada del imaginario colectivo como esa ciudad a la que siempre apetece ir.
Tuvo que llegar el gran Rudy Giuliani en 1994 a arreglar el desaguisado. Y vaya si lo arregló. El que pasa por ser el mejor fiscal estadounidense de los 80 hizo suya esa teoría de la tolerancia cero que aconseja castigar con severidad los pequeños delitos en lugar de poner paños calientes como hacemos en España y como se hacía en Nueva York en los 70 y 80. Una filosofía que pasa también por aplicar las sanciones a la mayor brevedad posible para evitar la reincidencia.
La teoría de la tolerancia cero sostiene que si no les castigas severamente se envalentonarán y acabarán delinquiendo más
Un caso palmario son los rompecristales o los grafiteros. La teoría de la tolerancia cero sostiene que si no les castigas severamente, dentro de un orden, claro, se envalentonarán y acabarán delinquiendo más y más hasta incurrir en algún momento en el crimen puro y duro. Lo cierto es que en Nueva York llegaron a la increíble pero terriblemente cierta cifra de 2.200 asesinatos al año en el ecuador de los 80 y los 90, fruto de esa política de tolerancia y compasión infinitas con el mal. Fue hacerse con la vara de mando Giuliani y bajar imparablemente el número de crímenes hasta estabilizarse por debajo de los 500. Que continúan siendo muchos pese a ser un municipio de 8 millones de habitantes pero que suponen la quinta parte que cuando el delito campaba a sus anchas gracias al buenismo demócrata.
Claro que cuando tu alcaldesa ampara a los manteros, que no son otra cosa que delincuentes, financia a los okupas, que son tres cuartos de lo mismo, y promueve la inmigración ilegal, pasa lo que pasa. Especialmente si en el camino has desautorizado a la Guardia Urbana mañana, tarde y noche, día tras día, mes a mes y año a año. Carmena era igual pero el Gobierno de España nunca permitió que se le fuera de las manos una capital en la que, no lo olvidemos, no hay mossos sino policías nacionales. Que no es lo mismo.
Hay que reconocer que en este camino hacia esa ciudad sin ley que es ahora Barcelona ha encontrado un aliado de excepción: Pedro Sánchez. El que provoca el efecto llamada publicitando sus por otra parte necesarios rescates en el Mediterráneo. El que mira hacia otro lado con esos matones llamados menas. El que ha duplicado por obra y gracia de su demagogia la entrada de inmigrantes ilegales por mar. Los alcaldes que quieran evitar que su ciudad, su pueblo o su aldea se convierta en territorio comanche ya saben lo que tienen que hacer: lo contrario que Colau. Echar mano de la tolerancia cero. Y los ciudadanos que quieran circular tranquilos por sus calles sin que les atraquen o les apuñalen también saben lo que no han de hacer: votar a Colau o meter la papeleta de Sánchez el 10-N. Lo contrario es simplemente un ejercicio de masoquismo. Que se acaba pagando muy caro.