Socialismo de derechas

Socialismo de derechas

Me hacen gracia las críticas a Vox tras la espantada de Iván Espinosa de los Monteros -una pérdida insustituible, dicho sea de paso- por haberse decantado por la corriente más estatista y «ultracatólica» que representaría Jorge Buxadé en vez de hacerlo por la corriente más liberal que venía a representar Espinosa de los Monteros. A tenor de lo publicado en ciertos medios, parece poco menos que Vox hubiera traicionado la causa «liberal» en España, ¡vaya decepción! De pronto, algunos han olisqueado la existencia de «liberales» en las filas de estos «ultras». ¡Quién nos lo iba a decir de una formación que para la izquierda sigue siendo una fuerza «machista», «homófoba» y «fascista» y que para los medios al servicio del PP es cuando menos «extremista» sin decirnos tampoco el porqué!

De pronto, incluso aquellos más rezagados en las luchas ideológicas de Vox han descubierto un Vox bueno, el que se va, y un Vox malo, el que se queda. Viniendo de quien viene, tiene toda la pinta de ser una distinción un tanto sospechosa, ¿no les parece? Pero, en fin, el tiempo nos dirá si este análisis que apunta a la existencia de dos corrientes antagónicas en Vox se corresponde o no con la realidad.

La verdad a día de hoy es que el programa de la formación de Santiago Abascal es el único que propone una cierta reducción del Estado en al menos sus elementos más superfluos y una auténtica revolución fiscal con fuertes recortes de impuestos, con dos únicos tramos del impuesto del IRPF complementados por fuertes desgravaciones para las familias. Es cierto que Vox, aun aspirando al ahorro que supondría recentralizar algunas competecias como sanidad y educación, tampoco propone privatizarlas pero sí lanza la posibilidad del cheque escolar que sí ha conseguido incluir en el pacto PP-Vox de Aragón. Habrá que ver cómo se implementa este cheque escolar, una medida canónica para el liberalismo económico.

Y me hacen gracia estas críticas, como decía, porque en España, más allá de unos cuantos columnistas distraídos y algún que otro economista perdido que ha leído las obras de Hayek, Rothbard, Friedmann o Bastiat, nadie, absolutamente nadie, se plantea reducir el gigantismo estatal ni siquiera detener su irreversible expansión en ámbitos y servicios en los que hasta hace poco la iniciativa privada se desempeñaba razonablemente bien. El ciudadano español medio tiene mentalidad socialista, o si quieren socialdemócrata, y le molesta más bien poco trabajar más de medio año para pagar los correspondientes impuestos al Estado. En 2022 el Día de la Liberación Fiscal (Tax Freedom Day) llegó el 13 de julio, es decir, un español trabajó de media la friolera de 193 días para cumplir sus obligaciones con Hacienda, entre impuestos a la renta, el IVA cuando compramos bienes o contratamos servicios, o impuestos especiales a los hidrocarburos cuando tanqueamos el automóvil. Ni que decir tiene que esta fecha no ha dejado de retrasarse cada año que pasa, lo que significa que formamos parte de una sociedad cada vez más intervenida y dependiente del Estado. Y eso ocurre sin que nadie, más allá de algunas fundaciones de corte liberal, se rasgue las vestiduras contra este desbocado estatismo y, por supuesto, sin que ningún partido político asuma este tipo de críticas. ¿Para qué? ¿Para perder votos y encima renunciar a parte del poder de las formaciones políticas que, a modo de agencias de colocación, reside precisamente en la expansión ilimitada de las administraciones?

Es verdad que a cambio de estas exacciones fiscales obtenemos una serie de servicios de nuestro Estado tutelar que vela por nosotros en la educación, la sanidad, la construcción y el mantenimiento de ciertas infraestructuras -con un índice de ejecución cada vez más bajo, dicho sea de paso-, las pensiones, la seguridad, la Justicia, incluso la Cultura (el Estado Cultural de Marc Fumaroli), unos servicios cada vez peores en calidad, más ineficaces a la hora de resolver los problemas, más ineficientes en recursos y que tampoco elegimos nosotros sino que es nuestro querido Papá-Estado quien lo hace generosamente por nosotros.

Tampoco provoca sonrojo alguno entre los españoles de a pie la información aparecida en el digital The Objective de que la mitad de los españoles mayores de 18 años depende de algún subsidio, pensión o empleo estatal (https://theobjective.com/economia/2023-07-31/ayudas-pensiones-sueldos-publicos/). En 2022 nada menos que 19,1 millones de los 39,4 millones de españoles con más de 18 años recibieron una prestación vital, alguna ayuda de dependencia o un sueldo público, lo que significa que la mitad de los españoles que trabajan en la empresa privada o por su cuenta mantienen a la otra mitad de españoles que dependen de los impuestos de aquéllos a través de la intermediación redistributiva del Estado.

Paradójicamente, la llegada de las nuevas tecnologías, que en principio deberían haber aumentado la productividad de los empleados públicos, se ha traducido en un aumento de éstos, multiplicándose en el último quinquenio de Pedro Sánchez. Está claro que la productividad palidece ante la irresistible inercia del político o funcionario de aumentar su poder de influencia y su reputación en pos de un mayor presupuesto y una mayor cifra de subordinados en su departamento.

Ante esta realidad sociológica española, no sé a qué viene el prurito de dárselas de «liberales» cuando nadie está dispuesto a comportarse como tal en la práctica, ni siquiera muchos medios que levantan el cartelito de «liberales» con una mano mientras ponen el cazo con la otra. La única formación que así se llama y de forma harto discutible, «liberales», es Cs. No creo que a día de hoy nadie le arriende la ganancia. Entre las fuerzas políticas españolas, inclusive Cs, si existe una inercia que funciona a las mil maravillas esta es la ley de hierro del consenso socialdemócrata. Ninguna fuerza política apuesta por un Estado mínimo en tamaño ni tampoco en limitar su feroz intervencionismo regulatorio, todas ellas están firmemente convencidas de que sobran los motivos para intervenir, regular, ordenar, planificar y extender la mano tutelar de las administraciones. Ni siquiera hace falta justificar esta expansión ilimitada del Gran Leviatán como hacían con mala conciencia los economistas de antaño cuando se veían obligados a invocar algunas «externalidades negativas», esto es, el coste dañino para la sociedad que causaba la explotación privada de ciertas actividades económicas.

Así se justificaron al inicio, como «externalidades negativas», las pensiones estatales, la seguridad social o la educación estatal. Pese a que el sistema español de pensiones está quebrado y que la mediocre educación estatal en España es una triste rémora de lo que llegó a ser en su momento, no digamos en Baleares donde las malas noticias se suceden a diario en un sector gangrenado por los sindicatos, los burócratas politizados y los propios políticos, todos los partidos siguen firmemente convencidos de que son servicios públicos «esenciales y estratégicos» que el Estado no puede dejar de dispensar. Por supuesto, una vuelta atrás hacia su privatización sería ahora mismo imposible dada la densidad y cantidad de los «intereses creados» en los últimos 20 años. Y en estas lides, no hay apenas diferencia entre los dos partidos dinásticos, PP y PSOE.

El milagro económico de Aznar

Aun admitiendo una mayor excelencia en la gestión de un Estado elefantiásico como el español y una mayor contención en su expansión entre las filas populares, lo cierto es que éstas nunca han puesto en entredicho ninguno de los servicios estatales que han puesto en marcha sus rivales socialistas. Mismos fines, intereses contrapuestos. La única diferencia entre los dos partidos dinásticos es el mayor énfasis del Partido Popular en presentarse como mejor gestor de los mismos servicios, eso sí, sin tocar ninguno de ellos. Los populares siguen viviendo del recuerdo del milagro económico que protagonizaron los dos gobiernos de José María Aznar (1996-2004) con Rodrigo Rato al frente de Economía.

En efecto, como señala Enrique de Diego en su Historia clara de la España reciente, en aquellos ocho años dorados de Aznar, la deuda del Estado se redujo en 18 puntos, del 68,1% del PIB en 1996 al 50,1% en 2004. La diferencia de la renta de España respecto a la de Europa -la llamada convergencia europea- se recortó un 1% todos los años, pasando del 78% de la media europea -la misma que en 1976, cuando murió Francisco Franco- al 86%. Entre 1997 y 2000, la tasa de crecimiento se situó en el 4,2%, un punto por encima de la media de los países de la OCDE. Entre 2001 y 2004 fue del 2,5%, mientras Francia y Alemania se estancaban. Felipe González había dejado un 22% de paro en 1996 con sólo 12,3 millones de afiliados a la Seguridad Social, igual que 20 años atrás a la muerte del dictador. En 2004 había 16,6 millones de cotizantes más, 4,3 millones más, con la mitad de los puestos de trabajo recién creados ocupados por mujeres.

No es baladí el hecho de que en los veinte años que habían transcurrido desde la muerte de Franco, con cinco años bajo gobiernos de la UCD y 14 de socialismo, España había sido incapaz de avanzar en la convergencia europea ni en los índices económicos, unos datos que ponen en entredicho la beata sacralización de la transición española y el régimen constitucional del 78. Recuerda Enrique de Diego que «de la solvencia adquirida por la marca España [en los ocho años dorados de Aznar] da idea el hecho de que la prima riesgo país estaba, en 1995, en torno a 600 puntos básicos. Pasó a cero. España devino en una nación fiable».

El milagro económico se basó en las privatizaciones de las joyas de la corona (Enagás, Repsol, Endesa, Telefónica, Aceralia, Tabacalera, Iberia y Santa Bárbara) de una España al borde de la quiebra tras 14 años de socialismo. «El Estado consiguió liquidez, las empresas privatizadas empezaron a obtener beneficios y se desregularon sectores, como la telefonía, provocando la aparición de una sana competencia que mejoró y amplió los servicios abaratando, al tiempo, los costes de los usuarios», prosigue Enrique de Diego. El milagro económico de Aznar representó una demostración tangible de la superioridad económica y moral del mercado y la libertad individual frente al intervencionismo y la coacción estatal. Sin embargo, el liberalismo de Aznar se quedó ahí, obteniendo la liquidez necesaria vendiendo patrimonio. En ningún momento se atrevió a tocar las bases del sistema ni erradicó la «cultura de la subvención».

«[Aznar] no corrigió los vicios -apunta de Diego-, ni estableció bases sólidas irreversibles. Fue como si una familia con deudas vendiera las joyas de la abuela, sin modificar sus hábitos. Funcionó y las clases medias españolas le premiaron a Aznar con una mayoría absoluta» y quizás lo hubieran hecho con una segunda mayoría sin la rastrera utilización política por parte del PSOE de la tragedia del 11-M. Aznar apuntaló el sistema creado por Felipe González sin apenas modificarlo y de este modo consiguió retrasar la crisis del Estado del bienestar que se estaba gestando.

En el fondo, la excelencia en la gestión de la que hacen gala en las campañas electorales los populares para distinguirse de los socialistas está basada en este milagro económico de Aznar, esta es su principal referencia histórica. Aunque no la única. Preciso es reconocer que, en relación a las comunidades autónomas en las que el PP ha disfrutado de mayor poder que en el Gobierno central, autonomías como Galicia, Madrid y en menor medida Murcia, con largas trayectorias ininterrumpidas en manos del PP, figuran también entre las mejor gestionadas en cuanto a fiscalidad y menor ratio de empleados públicos.

Aun reconociendo su mejor versión basada en una gestión más eficaz y eficiente que se ha trasladado a menudo a una menor fiscalidad, el PP nunca ha aspirado a otra cosa que ser una mera alternancia al PSOE, nunca a convertirse en ninguna alternativa que ponga en duda las bases del statu quo socialista. Un ejemplo paradigmático lo tenemos en la educación. Nada más recibir la competencia de educación, el presidente balear Jaume Matas no vaciló en achantarse ante los sindicatos al poner en marcha el primer plan de estabilización de interinos. Corría el año 1998. Desde entonces estos planes de estabilización de interinos se han sucedido uno tras otro hasta concluir con el polémico y reciente plan de funcionarización de interinos, priorizando siempre los intereses de los docentes y las fuerzas sindicales -plagadas de interinos- sobre los de los alumnos. Auténticas chapuzas que sólo han redundado en rebajar la calidad de la educación estatal con el único objetivo de rebajar el nivel de confrontación de unos sindicatos vendidos a la izquierda. En su segundo mandato, además de ampliar como el que más el número de las infraestructuras educativas con la construcción de nuevos colegios e institutos, Matas, consciente de que la educación estatal se le había ido de las manos, concertó el bachillerato con la mayoría de los todavía colegios privados, una nueva medida estatista para contentar a las clases medias que le votaban y que, en gran medida, venían apostando por la red de centros privados.

Con el dinero de todos, hacen fiesta los devotos

La principal promesa electoral en el ámbito de la educación de Marga Prohens durante toda la campaña electoral de las elecciones autonómicas fue la gratuidad de la educación entre 0 y 3 años. Ahora mismo, el Govern de Marga Prohens recién aterrizado pretende incorporar 150 guarderías privadas a la red pública de guarderías que, en su afán por distinguirse de las privadas, alegan que tienen una misión «educativa» -con todas sus consabidas regulaciones y titulillos homologados- y no meramente asistencial. Todo ello nos recuerda a cómo fueron desmanteladas las guarderías que en manos de numerosas congregaciones religiosas, sin ningún coste y con gran vocación, realizaron durante décadas una estupenda labor no sólo asistencial sino también formativa. Ni el Estado ni las nuevas hornadas salidas de las facultades de psicología, pedagogía y educación infantil podían tolerar bajo ningún concepto tamaño «intrusismo» en el sector mientras una red de guarderías en manos de la Iglesia siguiera prestando sus servicios gratuita y vocacionalmente.

La gratuidad de la educación de 0 a 3 años es un nuevo paso en la senda de la progresiva estatalización de la educación que, según el consejero de Hacienda, costará unos 40 millones a las arcas públicas. En vez de pagar este servicio sus usuarios como venían haciéndolo hasta ahora, ahora lo pagaremos entre todos los contribuyentes, tengamos o no niños de esta edad. Y pronto tendremos a sus empleados funcionarizados, haciendo irreversible la marcha atrás. Con el dinero de otros, hacen fiesta los devotos.

La gratuidad hasta los 3 años cierra el círculo vicioso del Estado tutor que empieza en la cuna y termina en la tumba, parafraseando a Milton Friedmann. Socialismo de derechas antes de que el PSOE se les adelante y pueda invocar nuevamente su papel de artífice vanguardista a la hora de dispensar «nuevos derechos» (con nuestro dinero, claro), dejando a sus rivales populares la íntima satisfacción de apuntalarlos y, cuidadito con no hacerlo, no vayamos a echarles la calle encima. Y así podríamos continuar con cada uno de los «avances progresistas» criticados primero por los populares, quienes después, previa rectificación con la boca pequeña, han terminado convirtiéndose en sus mayores defensores con el típico furor del converso. Ningún partido en España quiere quedarse a un lado del poder tutelar del Estado, por mucho que el «liberalismo» no se les caiga de sus labios. Mero postureo y falsa afectación. Como habría dicho Einstein de haber conocido la piel de toro, hay tres cosas que tienden a infinito: el Universo, el Estado y la hipocresía liberal.

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