Salir a hombros y los jinetes del Apocalipsis


Salir a hombros es una costumbre que ha ido evolucionando con la historia del toreo. Antiguamente los toreros triunfales no salían por la puerta grande a hombros. Aquello era considerado sensiblería. Ante un buen triunfo, la gente se atrevía como mucho a estrechar la mano al maestro en señal de afecto y respeto.
Eran otros tiempos. La afición que llenaba las plazas actuaba en las guerras cuerpo a cuerpo; en las labores penosas del campo y la ganadería, en los peligros de la noche, los puñales y los bandoleros. Si ahora decimos que llevamos un ritmo de vida rápido, el ritmo de aquella gente era la valentía, convivía con el miedo, el valor, el afán de supervivencia.
En ese contexto, aquella afición fervorosa quedaba prendada de la gracia y gallardía que tenían los matadores de toros ante el peligro, toreros que en el ruedo habituaban más a sonreír y a levantar al público con suertes vistosas.
El toreo evoluciona con la sociedad. Conforme despuntó el siglo XX, a partir de la Guerra Civil española, la gente parece que se volvió más afectuosa y cercana. Hasta entonces no eran comunes la salidas a hombros. De hecho, las primeras salidas a hombros por la puerta grande no estaban sujetas a las orejas cortadas, era por aclamación popular y el presidente, según la circunstancia y su criterio, las autorizaba o no. Otra cosa es que el torero tras atravesar el umbral volviera a ser tomado en volandas por las calles.
El entendido Paco Cañamero sostiene que la primera puerta grande a hombros fue en 1913 en Madrid. La retirada de Ricardo Torres Bombita, el fundador de la Asociación Benéfica de Auxilios Mutuos de Toreros, conocida como el Montepío de Toreros. La afición en señal de gratitud saltó a la arena y lo auparon. Aquel día alternaba con Rafael el Gallo, Joselito y Regaterín.
Mucho ha llovido desde entonces. En la actualidad, no concebiríamos que nuestros toreros salieran caminando después de una tarde de triunfo y nuestros variados reglamentos son un reflejo de ello, acorde con la categoría de la plaza y la idiosincracia de cada población.
Según relatan los propios toreros, hay dos puertas grandes más grandes que el resto: las Ventas y la del Príncipe. Descerrajar cualquiera de éstas es harina de otro costal. Pero tanto Madrid y Sevilla como el resto de las plazas tienen en común un fenómeno de exaltación en el público cuando el torero sale a hombros, fenómeno que merece la pena analizarlo con los ojos de la mística.
¿Por qué la gente y especialmente los más jóvenes sienten una necesidad irrefrenable de saltar al ruedo y de agolparse entre la multitud a la salida? La gente necesita tocar a un guerrero, especie en extinción. El varón especialmente necesita tocarle en esa necesidad de magia simpática. Sólo hay que echar un vistazo a la histórica puerta a hombros de Morante de la Puebla para caer en la cuenta que la mayoría son varones.
El torero triunfal emana una energía trascendente, poderosa. Los aficionados la perciben, se sienten atraídos por ella. Igual que la de Bombita supuso un punto de inflexión, la de El Niño de la Capea en Las Ventas con los toros de Vitorino Marín significó un antes y un después. Era la primera vez –recuerda el citado Paco Cañanero– que se recuerda que los aficionados se abalanzaron a por los machos y el traje del torero.
¿Por qué? Porque la sociedad de aquellos años ochenta era ya distinta, con otras necesidades y carencias. La energía del espíritu del torero a día de hoy es prácticamente inasequible de experimentar para el común de los mortales.
Una energía que un siglo atrás la sentían y emanaban la mayoría de los hombres, pero que en cierta manera ese poderío se nos ha enajenado a través de una ingeniería social que nos ha domesticado hasta convertirnos en un redil humanamente débil, sin espiritualidad y afeminado.
De la misma manera, en nuestros tiempos, el torero necesita compartir ese éxtasis con la gente, irradiar la energía divina en comunión con Dios. De ahí que las salidas a hombros se hayan constituido en un rito de unión entre la afición y el torero muy místico.
Por eso animo a que las furgonetas recojan a los toreros a más distancia, que la gente decida si llevarlo o no hasta el hotel. Que se genere esa inercia. El maestro hasta pasado mucho tiempo sigue en trance e irradia una energía mística.
La puerta grande de Morante se explica perfectamente con esta lógica. El público pidió las orejas y hubiera pedido hasta el rabo con tal de alzarlo a hombros, necesitaban pasear con él por el cielo de la gloria, dejarse trascender por esa magia más poderosa que el duende más puro. Era una energía divina, y no por ser un hombre-dios sino por haber estado Dios acompañándolo en el toreo.
El mal que sabe incluso mejor que nosotros el misterio que está sucediendo cada tarde en una corrida de toros, está intentado a toda costa frenar estos torrentes místicos. Impidiendo, por ejemplo, esta conexión entre el torero triunfal y el público, de la misma manera que intenta prohibir rezar en las calles o delante de un abortorio en su afán de perseguir la manifestación urbana de Dios.
Por eso, la Delegación del Gobierno de Madrid –que tiene mucho de culto a Satán– envía reiteradamente a los jinetes del Apocalipsis para torpedear la salida a hombros de Las Ventas. Se vio claramente en la salida de Morante, pero fue mucho más incisiva y ultrajante en la salida de Borja Jiménez.
No debemos permitirlo. Esto es muy serio. Muy nuestro. Muy importante. Muy mágico. Muy sagrado. No debemos permitir que de una manera sibilina el poder político se infiltre en nuestra fiesta y nos boicotee uno de los momentos de éxtasis más íntimos entre nuestros héroes y su pueblo que responden a una necesidad de nuestro tiempo, y que tiene mucho de medicinal y trascendente.