¿Los toros son política?

toros política, Paula Ciordia
Paula Ciordia

Es reiterada la afirmación de que los toros no son política. Se dice mucho entre los taurinos para hacer entender que la tauromaquia no es una secta de fachas. Y así es. En el ruedo ibérico cabemos todos, todos aquellos que quieran entrar.

La plaza de toros es un espejo de la sociedad. En estos edificios de planta redonda hay muchos laberintos que conducen a espacios casi herméticos uno con otros. Pero tienen en común algo: el pañuelo blanco vale lo mismo, lo saque quien lo saque. Aun si lo saca el Rey de España.

El sol, la sombra, la barrera, el antepalco, la andana, tienen un ambiente genuino casi antagónico, pero lo importante es que tienen la misma relevancia, el mismo poder de voto. ¿Hay algo más democrático, más igualitario?

Por consecuencia, el callejón, el lugar tal vez más privilegiado para ver los toros, está privado del derecho de manifestar la opinión de manera pública, porque se entiende que forma parte, en cierta manera, del espectáculo. De hecho, el de callejón no paga entrada.

Eso no quita que todos hayamos visto a reputados ganaderos (de cuyo nombre no quiero acordarme), ocultos en el callejón, vociferar para que premiaran la faena de su toro, influyendo con su voz, lo que no pueden mostrar con su pañuelo. De todo tiene que haber y, por reglamento, obligación del alguacilillo es censurar esta actitud.

Pero precisamente todo esto nos debe hacer repensar la afirmación que alegremente sostenemos sobre que «los toros no son política». Los toros son política. ¡Cómo no! Negarlo para defender la tauromaquia es incluso imprudente, porque restamos importancia a esta poliédrica ciencia.

Otra cosa es que la tauromaquia no sea sinónimo de ideología ni mucho menos de partido político, ni que pertenezca a un sólo grupo social, precisamente porque en ella está representada la sociedad en su conjunto.

Si bien, en las reglas del juego tauromáquico, subyace indiscutiblemente una ciencia política. Es más, me atrevo a afirmar que ésta constituye la sustancia más nítida del sentido que tiene el español por los asuntos públicos.

Motivo que explica a su vez cómo una sociedad polarizada en su manera de concebir el Estado, empiece a no tolerar este arte que ha sido consustancial al español desde su nacimiento como nación.

Y no me refiero a aquellas personas que no quieren entrar en las plazas, sino aquellas que quieren cerrarlas todas. Estos están a las antípodas de la ciencia política de los toros. Porque esta ciencia tiene como principios la libertad, el respeto y el humanismo. Por lo que sí, podemos afirmar que hay posiciones ideológicas (tiránicas) que no son compatibles con los toros (y en consecuencia partidos políticos), que evidencian que los toros sí son política.

Antes de entrar de lleno en las corridas de toros, quisiera sólo apuntar que el toreo popular es clave en nuestra forma de entender la polis y de premiar el arrojo de los más valientes. Los cosos con toro son una exhibición de líderes. Aunque hoy en una sociedad blandengue y anti guerrera, el poderío (y no me refiero sólo al físico sino obviamente al intelectual) no sea una aptitud sine qua non para ostentar el poder.

Obviamente, en las corridas de toros también se exige vigor. Un vigor ceñido a la máxima «mente, corazón y pies». De este modo, el toreo ha sido desde los orígenes el mejor ascensor social, que demuestra, por otro lado, de qué materia está hecho nuestro pueblo. Gente muy pobre, muy humilde, se codeó con la realeza y la aristocracia desde el inicio de la constitución del toreo, como hoy lo entendemos. Hasta el punto de ser considerados artistas de lo poético, ¡lo más elevado en la jerarquía social desde los griegos!

Así mismo, la complejidad organizativa de las corridas de toros responde precisamente a esta ciencia política que subyace en ella, y que dio fruto a este arte, forjado por el paso de los siglos; y constituido, tal y como hoy lo entendemos, en el albor de los estados románticos.

Ir a los toros no es una actividad pasiva. El espectador es testigo y juez. El público es soberano y tiene mecanismos para equilibrar el despotismo. Véase el abucheo, los pitos, las palmas, las vueltas al ruedo, cuando la sentencia de la presidencia no se ajusta a derecho. Y en la memoria de la plaza cuando regresa su héroe.

La sensibilidad política del español es por eso muy genuina. Puede ser tradicional, conservadora, liberal, democrática y escépticamente demócrata al mismo tiempo.

Si bien, lo más bello y valioso tal vez de la ciencia política taurómaca sea la defensa de la meritocracia. El torero se debe ganar su sitio en el ruedo y debe demostrarlo siempre. No sirve vivir de las rentas para conquistar al público ante el toro.

La reputación del torero se gana y se pierde de la misma manera, en el presente de las faenas. Es decir, toreando. No sirve ser el más guapo, no sirve llevar el traje más caro, no sirve viajar en falcon, no sirve torear fascinante de salón, no sirve tener el mejor apoderado, no sirve haber sido el triunfador de la feria pasada. No sirven las apariencias, el marketing. Nada sirve sino el ahora. Se es o no se es.

Al menos así era antes. Lamentablemente, las ciencias humanas están influidas por su principal actor, que son las personas y la sociedad que la constituyen. Y el taurino no vive en una burbuja aséptica. A las pruebas podemos remitirnos.

Por todo ello, defiendo firmemente que los toros sí son política y deberíamos abanderar la ciencia que subyace en ella. Si aplicáramos la meritocracia en las empresas, en los ayuntamientos, en los gobiernos, y también por supuesto, en los despachos de las plazas (que parecen estar muy contaminados de la mala praxis de la política actual), otro gallo cantaría.

Y si la ciencia política de los toros prevaleciera en nuestra sociedad, seríamos mejores. Volveríamos a ser nosotros. Volveríamos a sentirnos españoles. Comprenderíamos el engaño de la democracia actual y nos reconciliaríamos por fin con nuestra historia.

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