Quod natura non dat, salmantica non praestat

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Cuando comencé a juntar estas letras mi intención era defender la labor de la Universidad y la solvencia de sus capacitaciones, de sus títulos, aunque no fuese más que por haber cursado una licenciatura y, ya talludo, un Máster, pero qué difícil es intentar defender lo indefendible.

Mi vida se marca por hitos en ese mundo que pretendía defender, pues siendo cordobés por nacimiento, se me trasladó a Salamanca debido a que mi padre tuvo la osadía de disputar la plaza de catedrático al hijo del cátedro. Comencé a colaborar en un departamento en el que, entre las luchas intestinas y los intereses de algunos, preferí abandonar. Profesionalmente, aún tierno, tuve la osadía de participar en una querella contra grandes prebostes de la Universidad y sentí su crujir, su cruel y robusto movimiento y su disposición a culpabilizar a una secretaria de la falsificación documental urdida en su seno. Ojo no acabemos viendo esto en el “Cifuentes case”.

Recordar cómo en los departamentos más sólidos sorprendía la reiteración de apellidos, con la acusación secular de nepotismos que sirvió  a los PNN para acceder a la plaza por la puerta de atrás y, cuando la obtuvieron, perpetuar la patraña. Rememorar cómo se organizaban los tribunales, en los que dependía su resultado, no tanto del trabajo presentado, como de la habilidad del director de la tesis en moverse entre los miembros del tribunal. Corroborar cómo, a igualdad de mérito y capacidad del alumno, se observan diferentes calificaciones en función de variables exógenas y cómo algunas Mafalditas o Carlitos, al verse relegados, en lugar de luchar contra esa lacra o abandonar ese trayecto, se dedican a la política, a desatender a los alumnos e incluso perjudicarlos para demostrar su poder, en lo que indica el nivel intelectual y moral de quien fue rechazado, posiblemente con razón.

Cáspitas Manuel, qué difícil me lo fías cuando me indicas el camino que se me hacía sencillo y pacífico.  He de reconocerte que, a pesar de todo, esa universidad corrupta vomitaba formación, resolvía profesionales solventes e imbuía esa inteligencia universal con la que se debe de salir de sus aulas.      Hoy, entristece cuando observas su bajo nivel, su falta de (la) educación de la que un profesional de la educación debe de hacer gala y una persona en formación debe de poseer en estos estadíos pedagógicos, cuando resuelves que las diferentes instituciones lo único que buscan es el dorado y no la excelencia, de la que presumen todas, cuando se generan titulaciones absurdas y se pliegan todos en pos de ese vil metal. La investigación, como inquietud intelectual o como ávida, se encuentra oculta, si no lleva aparejado un lucro, una recompensa mediata o un reconocimiento urgente, con una forma de actuar que, de haber sido en otras épocas, no hubiéramos conseguido los avances de los que hoy disfrutamos.

Nos sorprende que existan políticos a los que se les facilita un Máster, que alardeen de títulos de los que están ayunos, que engorden sus curriculum con formaciones inexistentes o alcancen becas y plazas sin trabajar o gracias al amigo de turno, cuando de estos tenemos en todas las formaciones, de Cifuentes a Errejón.

Sufrimos el prestigio de una Universidad desprestigiada ab intio, que vive de tiempos pasados y algunos están dispuestos a recuperar, pero no somos capaces de ver que, esa disputa, no es más que cortina de humo de unos políticos aún más insolventes para esconder su inanidad y cómo nos están tomando el pelo a los “perritos sin alma”.

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