¿Quién tiene el cohete más largo?

No es una pregunta obscena. Es una tesis política donde dos narcisos hiperdotados, Trump y Musk, heridos en su hombría digital, han protagonizado el drama más esperado del año.
Ambos son ególatras de acción inmediata, criados en la creencia de que su impulso es ley, y su pelea en el barro no ha sido por ideología, ni por dinero, ni por el alma de América, sino por tamaño. Tamaño de cohete, de tuit, de base electoral, de autoestima hipertrofiada y testosterona.
Musk y Trump se pelean como lo harían los dioses antiguos: por orgullo. Por haber sido adorados y luego ignorados. Sin saber gestionar el rechazo ni la contradicción. Son titanes que confunden autoridad con amor y después de flirtear políticamente durante años, su idilio ha estallado como una escena digna de Real Housewives of Silicon Valley.
Todo empezó cuando Musk se desmarcó de Trump y dejó de fingir admiración, algo que Trump procesa como si su ex le hubiera dejado por una modelo de 19 años, «devuélveme las llaves, la cafetera y el perro, o quemo la casa»… Musk insinúa que Trump era parte de la lista Epstein —una forma moderna de decir «muérete, cortado en mil pedazos»— y Trump, estilo narco afectivo, responde con la amenaza de quitarle los contratos federales, Tesla, SpaceX y demás juguetes caros de Elon, como quien le cancela a su ex marido el Netflix familiar: «Si no eres mío, no serás de nadie».
Trump como el padrino vengativo que usa al Estado como bate de béisbol. Musk, como el magnate errático capaz de anunciar el desmantelamiento de una nave espacial porque está de bajón, por despecho, como quien rompe un Picasso tras una discusión.
Y todo esto, en abierto. Porque las redes sociales son sus rings de boxeo emocional, donde no hay asesores, ni filtros, ni lógica, solo impulsos, teclazos y seguidores sedientos de sangre y vísceras. Negocios en la cuerda floja. Daño político. El movimiento MAGA fracturado. El Partido Republicano temblando. La derecha sin saber si seguir al profeta original o al tecnócrata libertario que promete otro paraíso con cohetes donde Elon Musk es liberal. Trump, no. Pero eso es lo de menos. Lo que tienen en común es su pintoresco historial afectivo: Trump, casado tres veces, siempre con mujeres espectaculares en formato trophy wife. Musk, de Grimes a Amber Heard pasando por Talulah Riley (dos veces), con una vida sentimental tan errática como sus declaraciones bursátiles. Ambos son adictos al drama romántico, a la intensidad. No sorprende que hayan celebrado la acción de la testosterona como en su propia Isla de las Tentaciones.
Cuando mezclas vanidad descabalgada, privilegio infinito, dos hombres y 280 caracteres, el resultado no es política: es circo romano en streaming. El mando absoluto no eleva, embrutece. No importa cuántos millones ganes o qué empresa fundes: si tienes que resolver tus frustraciones en X, no has salido emocionalmente del instituto.
Que sí… Las mujeres también somos deleznables. Pero no nos peleamos así. La mujer está entrenada para el veneno subrepticio y la agresividad pasiva. El hombre, para partirse la cornamenta en público.
Y mientras tanto, el pequeño X AE A-Xii Musk se queda sin cumpleaños en Mar-a-Lago.
Alguien debería explicarle que en las guerras de machos alfa no hay ganadores, solo ruinas humeantes y que el poder es solo otra forma de berrinche.
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