El Prado disuelto

Prado

«En medio de la multitud de atenciones que pesan sobre el Gobierno de la nación al tratar de organizar los diferentes servicios de un país regenerado por una revolución que ha abierto por fin a España las puertas de su renacimiento y progreso, el ministro que suscribe cree cumplir con un deber de conciencia ocupándose del importante ramo de las Bellas Artes, preciosa y natural manifestación de los adelantos de un pueblo y de la cultura de sus costumbres».

Las palabras citadas no las ha pronunciado el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, que ya hubiera querido, siquiera como expresión del recién alumbrado régimen a que nos ha conducido ese nuevo Rodrigo de Triana patrio que ha avistado una prometedora tierra firme: esa espesa jungla donde las tribus secesionistas piden desde la tribuna del Congreso que los jueces, periodistas y policías sean procesados por defender la ley y el orden constitucionales. De ahí al canibalismo institucional, en que el poder de Moncloa acabe devorando a todos los demás, sólo hay un paso… o ninguno porque ya estamos.

Pero no, las palabras que abren este artículo no pertenecen a ningún panfleto ministerial sanchista. Son las que sirvieron de preámbulo en noviembre de 1868 al decreto del ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla, que tras el triunfo de la Gloriosa, la revolución que destronó a la reina Isabel II, estableció por vez primera la plantilla del Museo Nacional de Pintura y Escultura, que hoy conocemos como Museo Nacional del Prado. Dicha plantilla constaba de once personas: director, restaurador, conservador, escribiente, ayudante de restauraciones y forrador, carpintero engatillador de tablas y cinco vigilantes.

Tres años después, ya en tiempos de Amadeo I de Saboya, la pinacoteca se adecuaba a los tiempos modernos y se mostraba sensible al cambio climático, pues en la nueva Guía para forasteros de Madrid se anunciaba que los domingos no lluviosos la entrada era libre. El importe de las entradas se destinaba entonces a los asilos de beneficencia.

Fue una casualidad que el primer acto del Sr. Urtasun como ministro del ramo tuviera relación con un proyecto presentado un año antes por su predecesor, El Prado extendido, con el que pretende regularse y coordinarse el funcionamiento de lo que desde hace algunas décadas venía llamándose el Prado disperso. Este conjunto de obras, cifrado en cerca de 3.500, se halla en depósito en 282 instituciones a lo largo y ancho de la geografía nacional, y su sistematización y control arrancó a finales de los años setenta.

La polvareda levantada por las palabras de Urtasun ensalzando la «descentralización» del Prado prueba, sobre todas las cosas, que la fiabilidad de este Gobierno respecto a la estabilidad y continuidad de las instituciones nacionales está bajo mínimos o no está. La subasta de estas instituciones en el mercado persa de las negociaciones de Pedro Sánchez con sus socios independentistas conduce automáticamente a la puesta en guardia contra toda posibilidad de trueque, incluso de los tesoros del Museo Nacional del Prado.

Si mercadea por un puñado de votos con la igualdad de los ciudadanos, con la dignidad de los jueces que velan por el acatamiento de las leyes, con el valor de quienes defendieron la Constitución ante el golpe de Estado o incluso con la potestad misma del pueblo español en su conjunto para decidir libre y democráticamente el futuro de la nación, ¿cómo no va a mercadear Sánchez con el Guernica o con Las lanzas a cambio de mantenerse en el poder si fuera preciso o de castigar a Madrid por no haber votado como a él se le antojaba?

El problema no es que se saquen de quicio las declaraciones de Urtasun. El problema es que el Gobierno de Sánchez se ha situado él mismo fuera de quicio, sin amarre alguno a la credibilidad, la confianza y la certidumbre. ¿Acaso creía el presidente del Gobierno más mentiroso de la democracia que su permanente falta a la verdad, sus constantes engaños, su sempiterna voluntad de tomarnos el pelo a todos al mismo tiempo, no iban a producir esta bancarrota estrepitosa, permanente y sin remisión del valor de su palabra y la de sus ministros?

España tiene un gravísimo problema de deuda pública financiera, pero aún no se ha calibrado del todo el efecto para la vida de los ciudadanos de la colosal deuda pública con la verdad que está acumulando Sánchez en contra de todos los españoles, incluidos sus socios de investidura.

El Museo Nacional del Prado es, frente a toda esa hojarasca de falsedad y mixtificación de un político sin escrúpulos, una verdad incuestionable desde hace dos siglos. Es un monumento ya universal que condensa la vida en común de una nación no mejor que ninguna otra, pero tampoco peor. Cuando en el siglo XIX se autorizaba a los extranjeros a visitar gratis la pinacoteca con solo mostrar su pasaporte, había en tal gesto una clara expresión de orgullo: se deseaba mostrar al foráneo lo mejor de nosotros mismos, lo mejor de una nación levantada con el esfuerzo, el valor y la constancia de las generaciones que nos precedieron.

De todo lo que hoy simboliza el Museo Nacional del Prado no queda nada en la sentina del barco sin rumbo en que Sánchez ha convertido a España. Su afán cizañero y separador, su voluntad de levantar muros y no puentes, tiene un efecto disolvente multiplicador. Por eso, con toda la razón, desde Madrid alzamos la voz frente al riesgo, no de el Prado extendido, sino del Prado disuelto por la contumaz intención de Pedro Sánchez de que no haya una sola verdad en la que todos los ciudadanos podamos reconocernos, ni siquiera la verdad luminosa y libérrima de quienes crearon con sus obras la primera pinacoteca del mundo, un patrimonio de la Humanidad que los españoles tenemos el orgullo de custodiar en la capital de nuestra nación.

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