O se demoniza a todos los malos de la Guerra Civil o no se demoniza a ninguno
El guerracivilismo que tanto pone a Pedro Sánchez ha registrado un nuevo episodio con la exhumación de Gonzalo Queipo de Llano, adelantada en exclusiva por OKANDALUCÍA. Otro hito del absurdo y sectario revanchismo de este Gobierno que, paradojas de la vida, continúa acostado con los muy sanguinarios etarras, con esos golpistas catalanes que alardean de ese genocida que fue Companys y con unos comunistas bolivarianos a sueldo del narcoterrorista Nicolás Maduro que esconde miles de muertos en su armario. El militar de Tordesillas fue exhumado el jueves con nocturnidad en aplicación de esa lamentable Ley de Memoria Democrática que constituye un trágala en toda regla porque, por mucho que reescriban la Historia e intenten retorcerla, continuará siendo la que es.
No seré yo quien defienda a un tipo tan atroz como Queipo de Llano, que ordenó un sinfín de ejecuciones durante y después de la Guerra Civil. Ni desde luego voy a refutar las cifras de asesinatos que investigadores de parte, de izquierda y ultraizquierda naturalmente, atribuyen al jefe del levantamiento militar en Andalucía. Aunque, eso sí, resulta una obligación moral resaltar que 45.000, que es el cálculo que intentan transformar en dogma de fe, me parecen muchos muertos. Entre ellos le endosan el fusilamiento del poeta por antonomasia, Federico García Lorca.
Sea como fuere, se me antoja casi una perogrullada que un asesino no pueda ni deba estar enterrado ni gozar de distinciones en lugares públicos, menos aún con preeminencia. Es lo que dicta la moralidad más elemental. Claro que por esa regla de tres habría que derribar de inmediato el Arco del Triunfo levantado en honor a un criminal como Napoleón que apioló a muchos más seres humanos que Queipo de Llano. Tal vez sería menester hacer lo propio con la momia de Lenin, que no fue la hermanita de la caridad que nos vende el pensamiento único. O con las estatuas erigidas con mano de obra negra en honor a los esclavistas presidentes estadounidenses en esa antológica ciudad que es Washington.
Es sencillamente de locos que Santiago Carrillo, autor intelectual de 6.000 fusilamientos, niños incluidos, tenga calles a su nombre en España
La Ley de Memoria Democrática es basura intelectual porque obvia que la Guerra Civil española no fue otra cosa que «una contienda de malos contra malos» [Stanley G. Payne dixit]. Ahí no se salvó moralmente hablando ni el tato. Tan malos eran los capos del bando republicano como los del franquista. Y tan cierto resulta que el franquismo fue un terrible régimen dictatorial, especialmente en sus dos primeras décadas, como que si los de enfrente hubieran ganado habrían instaurado en España una tiranía comunista al servicio de la Unión Soviética. Afirmar lo contrario es mentir, entre otras razones, porque estadísticamente no hubo excepción que confirmase la regla: todos los comunistas que tomaron el poder en la Europa de postguerra instauraron sistemas que de democráticos tenían lo que yo de cura. Ni a los polacos, ni a los húngaros, ni a los búlgaros, ni a los rumanos, ni a los lituanos, ni a los letones, ni a los estones, ni tampoco a los serbios, croatas, bosnios o eslovenos se lo van decir o se lo van a contar.
Espero que una de las primeras decisiones de gobierno que tome Alberto Núñez Feijóo sea retocar la Ley de Memoria Histórica rebautizada maquiavélicamente como «Democrática» para sancionar de igual manera a los criminales de ambos bandos. O que confeccione una nueva bajo el acertado epígrafe propuesto por su antecesor, Pablo Casado: «Ley de Concordia». Es sencillamente de locos que Santiago Carrillo, autor intelectual de 6.000 fusilamientos, niños incluidos, tenga calles a su nombre a lo largo y ancho de nuestro país.
No menos asco moral produce que otra matona como Pasionaria sea recordada en espacios públicos. Conviene no olvidar que esta pájara pronunció en el Parlamento una sentencia que apenas un mes después se cumplió, vaya si se cumplió: «Este hombre [José Calvo-Sotelo] ha hablado por última vez». Dolores Ibárruri soltó la amenaza el 16 de junio de 1936 y el 13 de julio el diputado era acribillado a balazos por miembros de La Motorizada, la escolta de Indalecio Prieto, otro asesino que cuenta con calles, avenidas, plazas, placas y estatuas diseminadas por toda la geografía nacional. Otro santo laico es el socialista Largo Caballero, al que los hispanistas más ecuánimes culpan de la matanza de 2.000 personas en esa mal llamada Revolución de 1934 que constituyó un golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de la República.
Capítulo aparte merece Lluís Companys, presidente de la Generalitat, repugnante asesino de masas donde los haya. El malnacido que condujo al paredón a 8.000 catalanes, muchos de ellos sacerdotes y monjas, ha sido blanqueado hasta el paroxismo como un «héroe nacional». Por toda Cataluña hay calles, plazas y avenidas a su nombre. El colmo de la banalización del mal es que el estadio olímpico de Barcelona, epicentro de los maravillosos Juegos de 1992, se llame Lluís Companys, un hijo de Satanás que animaba a sus turbas a violar monjas. Lo mismo cabría decir de un Sabino Arana, al que si bien no se le ha adjudicado muerte alguna, sí se le conocen innumerables escritos y peroratas racistas y antisemista. Todo un ejemplo.
Me parecen bien las exhumaciones, el derribo de monumentos y la reconversión del callejero, siempre y cuando afecten a unos y otros
Asesinaron los unos y los otros. En el frente y en los municipios que controlaban. La represión en zona republicana se cobró la vida de al menos 55.000 españoles, tal y como admiten historiadores de izquierdas como Gibson y Preston, con procedimientos tan democráticos como las sacas y los paseíllos. Otro tanto aconteció en los territorios controlados por los nacionales. Que nadie nos cuente milongas.
Adolfo Suárez trajo la libertad a España tras 40 años de oscuridad de la mano de asesinos como Carrillo o Pasionaria y nadie levantó la voz más de la cuenta. Mirar al futuro y olvidar el pasado fue la fórmula del éxito de una Transición que ha sido glorificada e incluso imitada en todo el mundo. Es lo que se dio en llamar el Pacto del 78, el de esa reconciliación que Zapatero sembró de minas y Sánchez ha detonado devolviéndonos ese virus que son las dos Españas. El actual presidente del Gobierno ha hecho el camino contrario que un Adolfo Suárez que elevó «a la categoría política de normal lo que a nivel de calle» era «plenamente normal». Sánchez ha convertido en políticamente anormal lo que en la calle es o era plenamente normal: la convivencia de los que pensamos de una manera y los que piensan de otra. Olvida otra nada baladí cuestión: los españoles del siglo XXI pasan de esa España de La Pelea a garrotazos que tan sublimemente retrató Goya.
Alberto Núñez Feijóo, que es el sentido común hecho persona, lo pudo decir más alto pero no más claro: «A mí me gusta más hablar de los vivos que de los muertos, creo que la política debe centrarse en los vivos y dejar a los muertos en paz. Me preocupa mucho la situación económica de mi país, no voy a hacer política con los muertos». En fin, lo normal en alguien que, como un servidor, ha vivido en su propia familia sensibilidades políticas de uno y otro lado. Me parecen bien las exhumaciones, el derribo de monumentos y la reconversión del callejero, siempre y cuando afecten a los malvados franquistas y a los republicanos, a los unos y a los otros, no sólo a los unos. Es lo que dicta el más básico sentido de justicia y equidad. Miedo me da la que están liando estos vengativos que quieren ganar póstumamente la Guerra Civil que perdieron sus abuelos. Cruzo los dedos para que no logren resucitar el vomitivo guerracivilismo y para que el epitafio que figura a los pies de la tumba de Adolfo Suárez en Ávila siga cumpliéndose: «La concordia fue posible».